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ARQUITECTURA

La nube física


En el libro “Atlas de la inteligencia artificial”, la investigadora Kate Crawford desentraña con rigor científico qué hay detrás de las tecnologías de internet. Ese mundo tecnológico de aplicaciones, traductores on-line, sistemas de mensajería, datos e inteligencias artificiales que operan en la nube. Un concepto, ese de la nube, que el diccionario define como espacio de almacenamiento y procesamiento de datos y archivos ubicado en internet, al que el usuario puede acceder desde cualquier dispositivo. Un espacio etéreo, onírico incluso, sin aparente presencia física.

Pero tal y como desvela Crawford, la realidad es bien distinta, todos los dispositivos tecnológicos requieren de materiales, espacios y personas a su disposición, y así la explotación de minas de tierras raras, el consumo de grandes cantidades de recursos fundamentales como agua o electricidad, y la explotación de mano de obra barata, se presentan como estrategias subyacentes al dominio de una tecnología que perpetúa el poder y sus sesgos sociales y culturales.

La explotación de los recursos naturales como el litio, presente en todo el aparataje electrónico, trabajadores tratados sin escrúpulos en países en vías de desarrollo, y el inmenso consumo de energía y agua son, por ejemplo, algunas de las huellas físicas más visibles de ese fenómeno sin presencia que llamamos la nube.

En el contexto contemporáneo, el uso de las vías digitales para comunicarse es masivo, con sistemas como Microsoft Teams, Skype o Zoom, o la aplicación de mensajería multiplataforma WhatsApp, que tiene más de 2.000 millones de usuarios activos.

En términos sencillos, y por poner un ejemplo concreto, tanto a nivel de usuario doméstico como de empresa, renunciar a almacenar datos en discos duros físicos, optando en su lugar por almacenar sus datos en servicios de la nube parece una tendencia global. Los datos, las aplicaciones, la música, los vídeos, los traductores o incluso asistentes artificiales de todo tipo habitan en la nube. Desde el punto de vista del marketing, se vende que esa migración de la operativa a la nube se anuncia como una victoria de la sostenibilidad. La nube no contamina, y así se reducirán las emisiones de carbono e impulsará la sostenibilidad, parece decir una ecuación muy simplificada del problema.

Pero la base del traslado de una empresa a la nube es, por supuesto, una mudanza material, física si se prefiere el término, ya que los centros de datos que gestionan la red de internet que utilizamos ocupan una huella arquitectónica considerable.

El centro de datos de Google en Dalles, una ciudad del estado norteamericano de Oregón, no es una obra arquitectónica singular, no recibirá ningún premio o mención. Su aspecto austero e industrial confunde el edificio con cualquier fábrica de transformación o manufacturas. Sin embargo, su escala es inmensa. Se calcula que su superficie era de unos 18.580 metros cuadrados, antes de diversas ampliaciones posteriores. Y evidentemente un edificio de esa envergadura utiliza una enorme cantidad de recursos, y en el caso de esta tipología, los recursos que consume no son solo tierra, sino también agua y energía.

A principios de 2022 se supo cuánta agua consumieron las instalaciones de Google en Oregón a lo largo de 2021, la cifra rondaba los 1.200 millones de litros. Un consumo que supuso más de una cuarta parte de toda el agua utilizada en la ciudad, ya que la empresa utiliza el agua para la refrigeración de sus ordenadores, además de con sistemas eléctricos de ventilación. El uso extensivo de un recurso tan preciado se hizo aún más evidente por los cambios climáticos, ya que a finales de 2022, gran parte del condado en el que se encuentra el centro de datos se vio afectado por una grave sequía.

Además, el impacto en el territorio de los centros de datos también se extiende a la vida posterior de su hardware, de su parte física, con el monumental aumento de los residuos electrónicos, desde aparatos informáticos a piezas electrónicas en general. El rápido desarrollo de estos residuos está ligado a la vertiginosa velocidad de la innovación tecnológica, ya que la vida útil típica de un servidor en la nube, es relativamente corta, unos 3 años, y obliga a deshacerse constantemente de equipos considerados obsoletos.

Para agravar aún más la magnitud de este despilfarro, están los problemas de seguridad, ya que algunas empresas exigen la destrucción de los equipos de servidores que albergaban datos sensibles, a pesar de la presencia de componentes reutilizables. Es un crudo reflejo de la ineficiencia presente en los sistemas que permiten las interacciones y transacciones globales que tienen lugar cada segundo.

La trastienda de los centros de datos. Los centros de datos de los años 50 eran complejos pero primitivos: más una sala de ordenadores que una estructura extensa. Los centros de datos de los años 90 eran de mayor escala con el nacimiento de Internet, principalmente en forma de salas de servidores de empresas dentro de sus instalaciones. Los centros de datos construidos por las multinacionales actuales son empresas inmensas, que ayudan a las empresas a gestionar sus objetivos de crecimiento, pero también a ocultar a miles de kilómetros su parte de daño ecológico. Puede que estemos en la era de la nube, pero es una era que requiere una infraestructura física cada vez más amplia.

Llama la atención cómo el debate se ha simplificado, y las administraciones abogan por la construcción de centros de datos como parte clave de su estrategia económica y de desarrollo, mientras únicamente algunos grupos ecologistas tachados de radicales se oponen.

Cuando cabría además pensar qué se hace con nuestros datos, una selección de la información sesgada recopilada desde nuestros móviles, y en la que opera un pacto entre los estados y las empresas privadas que obvian las responsabilidades que conllevan la extracción y el tratamiento de información privada carente de un contexto, controlando a los ciudadanos. Son muchos ya los académicos que, como Crawford, han mirado la trastienda de estas tecnologías y nos explican por qué la inteligencia artificial ni es inteligente ni es artificial.