12 NOV. 2023 PSICOLOGÍA Fantasmas Igor Fernández Hace un par de semanas aparecía en algunos medios científicos una noticia sobre lo que sus propios firmantes describían como “una locura”. La noticia en sí, publicada en “Science” (una revista de divulgación científica de gran prestigio), hablaba de la probabilidad de que en las entrañas del planeta Tierra hubiera restos de otro planeta que se estrelló contra el nuestro hace más de cuatro mil millones de años. Su masa, más densa que la de nuestro entonces protoplaneta, con mayor concentración de hierro, se habría hundido en el magma y allí habría quedado hasta hoy, como un gorpúsculo gigantesco bajo nuestros pies. La idea de llevar algo dentro como un cuerpo extraño es motivadora de relatos del más profundo terror, y quizá lo sea porque es un fenómeno tan propio como la naturaleza misma del mundo. Y se hace evidente al pensar en cómo a veces parece que nos hablamos o tratamos como si no fuéramos nosotros, nosotras, cuando nos boicoteamos, criticamos, atormentamos o juzgamos. Como si esa voz extraña que suena en la cabeza, esos latigazos dialécticos, fueran el influjo de un “otro”. Y es que, si no, ¿por qué nos trataríamos así? La respuesta -la conocida al menos- reside, como en el planeta del que hablábamos, en los impactos. A veces, eso tan desagradable que nos decimos nos impactó a nosotros, a nosotras, en la voz de otras personas importantes pero crueles o emocionalmente desbordadas, en una época de formación de la personalidad; otras veces el impacto fue menor, más sutil pero constante como la tortura de la gota china, esa gota que cae en la cabeza del reo el tiempo suficiente como para volverle loco, o en este caso, como para recrear voces internamente que dirijan con mano de hierro para evitar un resultado catastrófico imaginado. El impacto de la crítica, del desdén o la indiferencia por parte de las personas necesitadas durante los periodos de crecimiento puede ser devastador y quedarse dentro, no como un cuerpo extraño, sino ya y después del tiempo suficiente, como el cuerpo propio. Esos impactos olvidados se convierten en nuestros fantasmas que, sin embargo, no dejan de aparecer aunque no claramente, quizá difuminados por el tiempo, y con una sábana que los tape. Parece de locos pero la realidad es que cuando somos realmente dependientes nos aferramos a lo que nos den cuando lo necesitamos desesperadamente, y aceptamos lo que haga falta, nos torsionamos y sometemos si eso garantiza la pertenencia o el cuidado de por sí escaso. Cuando somos niños, niñas, adolescentes incluso, aceptamos cosas que ningún adulto aceptaría de otro, no por convicción si no por falta de poder. Y callamos pero no espontáneamente, no nos saldría a no ser que nos asustáramos, a no ser que creáramos nuestros fantasmas con la voz de otros, y nos contáramos historias de miedo que aplacaran la rebelión, el desacuerdo, incluso antes de notarlo.