07 JAN. 2024 PSICOLOGÍA La cara B de la indignación Igor Fernández En todos nosotros, en todas nosotras, hay una franja sensible que une el mundo de fuera con el de dentro, una especie de membrana entre lo social y lo psicológico que se abre y cierra para preservar la unicidad de los individuos y la pertenencia al medio, que provee de lo que necesita para su supervivencia. En esa ‘membrana’ influimos a otros con nuestras individualidades únicas y los otros nos influyen también en lo más íntimo. Y es que no hay identidad posible sin los demás. Y es por esos vasos comunicantes por los que la opinión pública se convierte en opinión personal, las modas se convierten en deseos individuales, o las reivindicaciones de un colectivo, en dolores propios. Estamos conectados permanentemente al medio psicológico compartido en nuestra pareja, nuestra familia, amigos, grupos sociales de proximidad y de lejanía. A veces es nuestra personalidad individual la que tiene oportunidad de impactar en el medio que nos rodea, y a veces nosotros somos los impactados por la personalidad del medio (compuesto por otros individuos). Pero a veces dicha influencia nos une más de lo que necesitamos. El caso de la indignación y su transmisión es un peculiar modo de simbiosis que repensar. Siendo, como es, imprescindible la expresión del enfado personal en la esfera de lo social, la defensa de lo que creemos justo y los límites a las agresiones ajenas, es preciso tener precaución con el ‘retroceso’ de esa herramienta. Y es que, dentro de la exigencia de respeto y la vigilancia de las transgresiones del otro hacia nuestras creencias, nuestras vulnerabilidades y valores, corremos el riesgo de hacer justo a ese otro, protagonista de nuestra identidad. Cuando nuestras acciones, nuestras preocupaciones o nuestra espontaneidad está mediada por la acción de esa persona -a menudo no es una persona sino un ente creado en nosotros, nosotras, que recoge todo lo indeseable-, cuando nuestro ahínco reside en hacer que el otro, la otra, cambie; en que deje de hacer lo que hace o pensar en lo que piensa para que nosotros, nosotras, podamos ‘finalmente’ ser quienes queremos ser, parece lógico pensar que es ese otro quien tiene la llave de nuestra satisfacción de ser quienes somos. Es decir, se convierte en protagonista de nuestra vida. Observarles, evaluarles, tener los recursos psicológicos a disposición de sus actos, es decir, depender de esas personas o colectivos que tanto nos incomodan para ser felices, nos evita hacernos responsables de nuestro propio futuro como individuos -aunque quizá eso sea más cómodo-. El mundo está apoyado en los opuestos, lo vemos cada día más, y parece la única forma de relacionarse. Pero también sabemos que cuando dejamos de obsesionarnos con que el otro cambie, se libera una energía propia para crear, sin esperar a que el otro lo permita, o sin que tenga que ceder para nosotros ser.