21 AVR. 2024 Dos joyas para el 1 de mayo Escena de «Música», una película pequeña, que fue premiada en Berlín y en Valladolid. Mariona Borrull Es el jengibre-limón para la congestión de imágenes y una puerta a la esperanza para quien crea que todo está contado. “Música”, de Angela Schanelec, vive sin alquiler en mi cabeza, libre y luminosa como las playas que retrata. Jon (Aliocha Schneider, hermano de Niels, actor) es criado por una pareja humilde, mata por accidente y entra a prisión, donde la celadora Iro (Agathe Bonitzer, hija de Pascal, escritor) lo busca, le cuida y le graba música. Schanelec reinterpreta a Edipo, sí, pero vagamente: disipando las piezas de su narrativa y puliendo truculencia para encontrar sabor, drama. Decía en mi crítica para “Fotogramas” que la maña de Schanelec (“Estaba en casa, pero…”) se descubre en «cómo corta, de forma que no hay en este haiku ni un tiempo muerto; esa es mano de orfebre, que no de académica. ‘Música’ amansa convenciones enquistadas, estéticas y narrativas. Vuelve la tragedia en caricia y el reto en placer, eso sí, solo ante una mirada atenta y laxa a la vez». Es lo más parecido que verán en un cine a la obra de Joan Llimona, un plato de wagyu meloso cuando solo esperen ternera. A riesgo de exagerar, claro, pero la pasión nos puede -y qué menos-. En todo caso, la cinta había sido reconocida con el Oso de Plata al Mejor Guion en Berlín y Espigas a la Dirección y a la Fotografía (para Ivan Markovic) en la Seminci de Valladolid. A base de vehemencia, esperamos llegar adonde el marketing de una película tan pequeña no. Y si no les gusta, por lo menos habrán visto una película amable, coratjosa (en catalán: “que pone el corazón por delante”). “Música” nadó del 19 de abril a las aguas tranquilas del 1 de mayo, para coincidir con otra perla del cine de autor. Un cielo de invierno, recortado sobre una maraña de ramas, abre la nueva película del japonés Ryûsuke Hamaguchi, “El mal no existe”. Es blanquísimo, tanto, que nos lleva a entrecerrar los ojos. Por encima suena una partitura orquestal magnífica, que no exenta de tonos menores y progresivamente inquietantes. Cuando haya colmado la escena, quizás recordemos que mirar arriba nos oculta el suelo que pisamos. Cuando los bosques que rodean la casa de Takumi (Hitoshi Omika), un campesino huraño, están a punto de ser convertidos por una empresa-tiburón en glamouroso camping para domingueros tokiotas, este se ofrece voluntario para mediar entre la población local y los empresarios colonos. Sin embargo, lo que parece una película de tesis social pronto se ensimisma en la vida pequeña de la comunidad que retrata, olvidando que el suelo es inestable y que podemos caer en cualquier momento. Desvelarles más, creo, sería estropear el carácter intuitivo de la nueva película del director de “Drive My Car” (Palma de Oro y Oscar a Mejor Película Internacional) que, en esta ocasión, se llevó el Gran Premio del Jurado en la Biennale de Venecia.