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Lea Ypi, filósofa
Entrevue
Lea Ypi
Filósofa

«Una política sin ideales hace triunfar al individualismo»

Entre la ortodoxia estalinista y el cripto capitalismo, Lea Ypi ha construido una propuesta que podríamos ubicar en la izquierda moral. Un pensamiento que desgrana en «Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia», donde apela al sentido de la responsabilidad individual y colectiva para construir una democracia más justa y solidaria.

(Stuart Simpson Anagrama)

Lea Ypi tenía once años cuando su país, Albania, transitaba del comunismo hacia un sistema basado en la economía de mercado y el pluralismo político. Aquella ideología que había dominado el este de Europa, y que en Albania transcurrió bajo la tutela de Enver Hoxha, era sustituida por una democracia liberal que prometía progreso e igualdad. Treinta años después, la actual profesora de Teoría Política en la London School of Economics, ofrece un análisis crítico del modelo que se ha impuesto en la Europa postcomunista, donde la tecnocracia y el libre mercado no han traído mayores cuotas de libertad ni de equidad social. Especializada en cuestiones vinculadas a la migración y a la teoría democrática, Lea Ypi (Tirana, 1979) resume su tesis en “Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia” (Anagrama, 2023), una memoria de trasfondo filosófico que ya ha sido traducida a una veintena de idiomas. Inspirada en las formulaciones de Marx, Kant y otros filósofos revolucionarios, la académica albanesa apunta las claves que han de permitir el resurgimiento de una izquierda capaz de revertir las injusticias y asegurar el bienestar a escala global.

Construye su pensamiento sobre los teóricos marxistas del siglo XX. ¿Sus ideas continúan siendo válidas para interpretar la realidad? Leer a Karl Marx es importante para abordar los desafíos del planeta, pues se significó como uno de los críticos más perspicaces de la globalización, intuyendo las promesas que incumpliría el liberalismo. Y, aunque vivió en una época diferente, su pensamiento nos permite reflexionar los motivos por los cuales también fracasó el intento de implementar el socialismo. Un fracaso que en cada país se expresó con sus matices, pero que arroja algunas lecciones.

¿Cuáles de esas lecciones destacaría? La principal es que la libertad es una responsabilidad moral, pues somos seres sociales que convivimos con otros. Por supuesto que hay categorías dominantes que nos alientan a priorizar determinados aspectos por encima de otros. Pero está en nuestras manos elegir un punto de vista moral. Immanuel Kant llamó a este proceso “iluminación”; es decir, salir de una posición de inmadurez auto incurrida para ejercitar nuestras capacidades críticas. Pues bien: en el momento que vive el mundo, creo que esta iluminación es más necesaria que nunca.

En cambio, ha prevalecido la idea según la cual la libertad es la posibilidad de alcanzar satisfacciones individuales sin restricciones… Yo lo denomino la tiranía de los sentidos, que en realidad es un mito, ya que nuestros objetivos siempre están condicionados por la presión de los padres, las normas sociales y las convenciones políticas. El reto radica en preguntarnos cómo guiamos nuestros deseos teniendo en cuenta esta dependencia mutua.

En cualquier caso, parece que el dogma de la libertad ligada al individualismo ha conquistado nuestras mentes y se ha vuelto global. ¿Está de acuerdo? Si repasamos la historia, no siempre ha sido así. Durante la Ilustración, por ejemplo, la idea de libertad sirvió para contrarrestar la noción de valores basados en la tradición, la autoridad y la religión. El problema aparece cuando el capitalismo se adueña de ese concepto para vincularlo con el imperativo de obtener ganancias. Una estructura que la política debe limitar, ya que ni funciona para todos ni nos hace realmente libres.

¿Genera la perversión asociar felicidad a obtener bienes materiales, lo que implica un enorme conflicto en términos sociales? Más bien diría que, para ser felices, dependemos del reconocimiento que obtenemos al acceder a dichos bienes. No es que ignoramos las relaciones humanas; la cuestión es que no las valoramos lo suficiente, porque nos vemos arrastrados a cumplir con normas que no hemos elegido. La gran trampa del capitalismo es haber convertido todo en mercancía, haciendo de la riqueza un fin en sí mismo, obviando que hay formas de alcanzarla que son arbitrarias, opresivas y a costa de las generaciones futuras. En ese sentido, hemos de pensar a qué finalidades e incentivos sirven.

¿La competitividad a la cual nos induce acaba siendo incompatible con la cooperación? Depende de cómo la promuevan las instituciones. Si la conciben para hacernos indiferentes al destino de los demás, entonces es evidente que la competitividad es un perjuicio. No solo para aquellos que fracasan; también para los que absorberán el costo de estos fracasos a largo plazo. En cambio, si diseñamos instituciones que identifican las fortalezas de cada persona y eliminan los efectos arbitrarios de clase, de origen o de nacionalidad, entonces la ambición no tendría por qué ser limitante.

La extrema derecha se ha ido apoderando de principios de raíz progresista, como «igualdad», «libertad» o «democracia». ¿Eso indica que la izquierda ha perdido la batalla del relato? La visión de izquierda solía ser internacionalista, orientada a articular las preocupaciones de los trabajadores de todo el mundo, independientemente de su raza, religión, género u origen étnico. Para ello recurrió al eslogan “¡Proletarios del mundo, uníos!”, consciente de que, poniendo en la centralidad la categoría de clase, podría construir un orden alternativo que superara el capitalismo en su conjunto. La cuestión es que hoy la emancipación se considera una cuestión de leyes abstractas, que marcan quién está incluido y quién está excluido. En otras palabras: se ha reducido a regular las dinámicas políticas de los estados-nación, en lugar de empoderar a los grupos sometidos a la opresión.

¿En qué momento la izquierda renunció a su proyecto transformador? Al final de la Guerra Fría, cuando se liberó del socialismo de Estado para abrazar un nuevo orden mundial que nos hablaba de prosperidad y del compromiso con los derechos humanos. Con estos lemas, a partir de 1989 emprendió la agenda de la integración europea, pero con el error de arrinconar los modelos de una sociedad justa, pues aceptó que el único cambio pasaba dentro de ese orden, donde su papel ha consistido en domesticar el capitalismo en lugar de articular una alternativa a él.

¿Optó por lograr las conquistas a través del Estado de Derecho? Se centró en un proyecto más nacional que internacionalista, recurriendo a la administración, a un gobierno responsable y a pensar en cómo compartir los beneficios de libre mercado que nadie se atrevía a cuestionar. Un sistema que, en términos distributivos, no ha funcionado, pues las desigualdades se han incrementado, las divisiones regionales continúan siendo significativas y la crisis financiera ha erosionado el Estado de Bienestar con medidas de austeridad.

La premio Nobel bielorrusa Svetlana Aleksievich utilizó el término de «homo sovieticus» para referirse a las personas de los países del Este que no han sabido adaptarse al capitalismo. ¿Está extendido este fenómeno? Aún mucha población tiene miedo a enfrentar el cambio. Pero no es algo exclusivo del escenario postsoviético. Occidente también tiene su parte de individuos que luchan por seguir el ritmo de las transiciones tecnológicas, económicas o ideológicas. Y en Albania, sin duda, hay una nostalgia notable por el comunismo pero que obedece al fracaso de las recetas neoliberales que se aplicaron bajo la vigilancia del FMI, el Banco Mundial y otras instituciones financieras. Unas recetas que pretendían guiar al país en su fase de transición y que, a la postre, han sido perjudiciales. De hecho, si en 1997 Albania entró en un grave conflicto civil fue por el colapso de un sistema financiero que, con el espíritu capitalista de ahorrar e invertir, condujo a una caída acelerada de las finanzas. Lamentablemente, la narrativa que se tejió desde Occidente fue culpabilizar de la situación a los “corruptos locales” y a las “divisiones étnicas”, pasando por alto las estructuras que generaron esta crisis.

¿Hasta qué punto la máxima de combinar democracia y capitalismo, como proponen los defensores de la Tercera Vía, también se tambalea? Arroja muchas dudas sobre la posibilidad de reformar la Unión Europea, especialmente si esto significa mantener su modelo económico, cuya exacerbación ha allanado el camino para el ascenso de la derecha y de la extrema derecha. Dos fuerzas que son vistas (erróneamente) como las únicas capaces de contrarrestar la hegemonía de la austeridad expulsando inmigrantes o impidiendo que estos accedan al continente.

Precisamente su libro analiza cómo Italia impulsó las primeras barreras para evitar la llegada de albaneses que escapaban del régimen comunista. ¿Por qué dedica unos capítulos a tratar este fenómeno? Me ayuda a describir la transición entre un mundo cuyas fronteras estaban cerradas debido a la Guerra Fría, y otro mundo en el cual estaban oficialmente abiertas, aunque en realidad no lo estaban. Esto me lleva a estudiar qué entendemos por libertad de movimiento. Un concepto que, desde una perspectiva filosófica, se basa en moverse libremente, al margen de si estás saliendo de un país o entrando en él.

¿Qué sucedió durante la Guerra Fría? Utilizo la siguiente metáfora: si me dices que puedo salir de esta habitación porque la puerta está abierta, pero el resto de habitaciones de mi alrededor están cerradas y no puedo ir a ninguna parte del edificio, entonces me pregunto: ¿realmente soy libre para salir de mi habitación? Es la forma en que se debatió la libertad de movimientos en las sociedades de la época. Los países comunistas eran presentados como los criminales que retenían a sus ciudadanos, mientras que los países buenos eran aquellos que estaban abiertos, les prestaban asilo e incluso trataban a los líderes políticos que llegaban como si fueran héroes.

¿Detrás de esta visión, había un intento propagandístico de Occidente de demonizar el comunismo? Pronto se desmontó, pues cuando los ciudadanos abandonaron los países del Este, las fronteras de Occidente se cerraron. En Italia, por ejemplo, pusieron destacamentos militares a patrullar en el mar y se restringió la entrada, con lo cual, si tienes una salida pero no te garantizan una entrada, entonces la libertad es ficticia. Es decir: tienes libertad de movimiento, pero a la hora de la verdad no es así. Esta dinámica se desplegó especialmente en la década de los 90: mientras que los países considerados criminales por encerrar a su gente abrieron las fronteras, los países que empezaron a encerrar a la gente -Italia, España o el Reino Unido, entre otros- no fueron considerados así. En cierto modo la política migratoria de la Unión Europea se sustenta en este tipo de medidas.

¿Qué actitud debemos tomar para que la derecha no emplee la inmigración como el chivo expiatorio de las desigualdades que se registran actualmente? Primero, admitir que los flujos migratorios -y las fronteras- no son el problema en sí mismo. Lo son cuando reflejan una asimetría de poder y riqueza entre un contexto y otro, de ahí que hemos de analizar las circunstancias que dan pie a estas diásporas, ante las cuales será indispensable promover cambios políticos para que no ocurran. Y después, recordar que, al fin y al cabo, las personas -como los animales- siempre se han movido. Es parte consustancial de nuestra naturaleza, razón por la cual, más que cuestionar o combatir el hecho de inmigrar, nuestra obligación es pensar si refleja una situación que debe resolverse.

Otro planteamiento que también es víctima de una cierta estigmatización es el decrecimiento, que a ojos de la opinión pública es tratado como una propuesta excéntrica que pone en riesgo el desarrollo económico y social de Occidente. ¿Qué opinión le merece? De entrada diría que, más que el crecimiento, el problema se encuentra en su métrica defectuosa y en cómo la hemos naturalizado. Y es aquí donde tenemos que plantearnos de qué manera podemos contrarrestar el discurso dominante y fomentar una narrativa alternativa. Sabiendo, eso sí, que necesitamos herramientas de organización política a través de sindicatos, partidos u otro tipo de asociaciones, pues las contribuciones individuales apenas pueden tener éxito.

 

¿La crisis sistémica en que nos encontramos (económica, democrática, climática) es una oportunidad para recuperar estos valores y crear una sociedad donde las personas, el medio ambiente y los cuidados estén en el centro? No hay nada más urgente. Y, en ese sentido, la respuesta que adoptemos ante la emergencia climática determinará el futuro del planeta durante generaciones. No solo eso: revela que ya no sirve una agencia política expresada únicamente a través del Estado-nación y en objetivos nacionales. La izquierda debe apropiarse de esta cuestión e integrarla en su visión internacionalista.

¿Exige abordarla desde una perspectiva global? Debe evidenciar las contradicciones del actual modelo de producción capitalista, advirtiendo que nos afecta a todos. Muy especialmente a quienes no tienen los recursos ni la capacidad de aprovechar alternativas; aquí, pues, hay una preocupación por la clase social. De manera que es básico ser radical y ambicioso si queremos un cambio que vaya más allá del orden socioeconómico actual y de las limitaciones de las políticas estatales.

En su análisis, reivindica el pensamiento que ofrece Immanuel Kant. ¿En qué aspecto es disruptor? Kant nos proporciona tres ideas muy útiles para la crítica social. La primera es que toda institución no puede justificarse únicamente desde su capacidad de maximizar la felicidad de los individuos. Él nos pide que también las evaluemos por la relación moral que promueven. Su segunda idea es que la institución, en lugar de dedicarse a un estado o un grupo de personas, ya sea una familia o un círculo más amplio, deben examinarse desde una perspectiva universalista y humanitaria que abarque mucho más espacio y tiempo. Y, finalmente, nos invita a generar una cultura, un arte y una educación que transciendan lo que establece la ley y que planteen una transformación en general.

También cita como fuentes de inspiración a John Rawls y Giovanni Arrighi. ¿Qué podemos rescatar de ellos? Todos hacen reflexiones importantes. Rawls se partidario de explorar un liberalismo que, en contraste con el capitalismo basado en el laissez-faire (“dejen hacer, dejen pasar”) -referido a la promoción del libre mercado y a la mínima intervención de los gobiernos-, debe tener una clara vocación social. Y, por su lado, Arrighi nos llama a rebelarnos ante el desarrollo desigual, los límites de la globalización y las dinámicas de poder entre el centro y la periferia. A grandes rasgos, ambos hablan del desafío de avanzar hacia un socialismo coherente en ideales y prácticas, que aprenda las tragedias del pasado, pero también que agregue a las libertades de primera generación (libertad de expresión, de participación democrática y de asociación), la libertad económica; es decir, aquella entendida de manera relacional, pues la promovida por la sociedad capitalista solo está al alcance de unos pocos.

¿Confía en que el feminismo o los nuevos movimientos contra el cambio climático pueden conducirnos a esta sociedad donde -recitando a la socióloga Yayo Herrero- tengamos «una vida que merezca ser vivida»? Sin duda, pero necesitamos unos partidos de izquierdas que, como hicieron en el pasado, recuperen la política de clase y representen a los grupos que ven cercenados sus derechos, como son los trabajadores, los inmigrantes vulnerables, los desempleados, los autónomos o las mujeres que trabajan en cuidados. Si lo logran, y junto a los movimientos sociales emprenden nuevas formas de activismo y deliberación, podrán constituir una agenda política universal. Pero insisto: han de renovarse y entender que una política sin ideales y sin agentes capaces de aprovecharlos hará que triunfe el gerencialismo tecnocrático y el individualismo. Y aún añadiría más: si solo afrontan las crisis ambiental y económica en términos nacionales y no globales, daran pie al ascenso del populismo y del fascismo.

¿En la actual coyuntura de las democracias liberales, ve factible que se reinventen? Lo deben hacer para transformar su entorno al mismo tiempo que dependen de él. Un reto para el cual necesitan superar su concepción como máquinas electorales, cuyo objetivo parece que solo sea conseguir votos y retomar su tarea de impulsar una sociedad, una economía y una política diferentes.