11 AVR. 2015 GAURKOA Ley Mordaza, estado de excepción Iñaki Egaña Historiador Entre el hedonismo cultural que nos invade, la desaparición de la información sustituida por la propaganda, y la justificación de los medios por un supuesto y superior fin, las sociedades occidentales han entrado en ese cubículo adelantado ya por Georges Orwell o Ray Bradbury. Las señales del totalitarismo son cada vez más visibles. Siempre hay una excusa para dar una vuelta más a los grilletes. Hace tiempo era la masonería, luego la subversión, la internacional comunista, la migración, el yihadismo. El lobby armamentístico, el de seguridad, controla el mundo y, de paso, lo hace más constreñido. Hace años que democracia es sinónimo de recortes. Así, el cerco se estrecha, como si todos fuéramos delincuentes. Hay que demostrar la adhesión a los principios del movimiento, la solidaridad con los preceptos del neoliberalismo, el aplauso hasta el vómito a los ejecutores de las leyes, a los verdugos y mercenarios. Hay que escenificar lealtad para ser ciudadano con derechos. La involución continuada ha regenerado el escudo para la clase social dirigente. Aunque tengan sueldos de lumpen, aunque dentro de unos meses les exijan el bachillerato, el sistema les ha aupado a protagonistas. «A qué enviar asesinos a sueldo, si basta ya con los alguaciles», escribía con su afilada pluma Bertolt Brecht. La nueva ley de Seguridad Ciudadana, engendro de eufemismo, comienza precisamente por elevar a la categoría infalible a quienes han sido tradicionalmente fuentes contaminadas: «Las denuncias, atestados o actas formulados por los agentes de la autoridad en ejercicio de sus funciones que hubiesen presenciado los hechos, constituirán base suficiente para adoptar la resolución que proceda». Entre nosotros… ¡cuántas versiones falsas, cuántos sapos! No hace falta ser experto para poder traer al escaparate del escritorio ejemplos de cualquier tipo. Uno, al azar. Manuel Sánchez Corbi, capitán de la Guardia Civil, condenado a cuatro años por torturar a Kepa Urra. La pena del agente fue rebajada por el Supremo español y al año siguiente, el Gobierno de Madrid le indultó y ascendió a comandante. Fue condecorado con cuatro distinciones, dos de ellas que acarreaban pensiones vitalicias. Fue responsable del seguimiento desde Pau de los refugiados vascos en el Estado francés. Otro ejemplo que me atrapa, por su cercanía. Joxi Lasa y Josean Zabala fueron enterrados en cal viva. Desaparecieron tras ser secuestrados por agentes del cuartel de Intxaurrondo. Mikel Zubimendi, siendo parlamentario en Gasteiz, echó al asiento vacío del socialista Ramón Jauregi un saco de cal viva. Un símbolo. En 2015, sin embargo, esa propaganda eterna que justifica la españolidad de un trozo de tierra a golpe, si hace falta de sable, trae a colación la acción de Zubimendi, para evitar que participe en un debate televisivo, obviando la mayor, la de Busot. Cal viva, la del símbolo, no la real. No son los partidos o los agentes políticos quienes imponen esas leyes, sino los que mandan de verdad, los que aterrorizan con su aliento a quienes se apartan unos centímetros de la fila. Hoy ha sido el PP, en el Gobierno de Madrid, quien ha aprobado la llamada Ley Mordaza, una ley antisubversión de las de la época de Melitón Manzanas o Billy el Niño. Antes, sin embargo, fueron otros, incluido el PSOE y el PNV. Habría que recordar que hace 25 años, cuando Felipe González era el presidente de ese Gobierno español, lanzó otra ley similar, la llamada Corcuera, por el nombre del ministro del Interior de turno. Unas normas que la llevaron a ser conocida como la ley de la «patada en la puerta». La Ley Corcuera institucionalizaba diversos aspectos propios de un Estado policial antagónico del de derecho. Desde la detención temporal, sin necesidad de presentar cargos, hasta el allanamiento de morada sin mandamiento judicial quedaron legalizados. Estas medidas fueron consideradas lógicas por un Estado que, en ese nivel, guardaba las formas democráticas en signo de carencias. En noviembre de 1993 algún aspecto de aquella ley fue considerado, por el tribunal competente, inconstitucional. Y el ministro dimitió. Por cierto, la de Corcuera, tan contestada por la izquierda, símbolo de toda una generación que salió a la calle para denunciarla, fue apoyada de forma explícita, con sus votos incluso en el Congreso de Madrid, por el PNV, entonces visible con su lehendakari José Antonio Ardanza, por si no lo recuerdan, el Bertín Osborne de Urdaibai. La de ahora, la Mordaza, ha sido criticada por el PSOE por eso que está en la oposición, como si no hubiera puesto, cuando ha tenido ocasión, el listón tan alto. No deja de ser una broma de muy muy mal gusto que el portavoz socialista en hablar de los derechos pisoteados por la Mordaza haya sido precisamente un antiguo ministro de Justicia, López Aguilar, imputado ahora por violencia de género. Tanto una como otra, la Corcuera como la Mordaza, han sido y son ampliaciones de una excepcionalidad vivida en Euskal Herria desde que tenemos uso de razón. Pero como apuntaba al comienzo, el fin justificaba los medios y unos y otros miraban hacia un lado, hasta la tortícolis más extrema. Como todo lo vasco era susceptible de ser ETA la conculcación de los derechos humanos estaba justificada. En esa justificación hemos vivido en un estado de excepción permanente. Una excepcionalidad, no les voy a contar algo que no sepan, que ha ido reflejándose en las distintas modificaciones del código penal. Cada vez que llegaba una vuelta de tuerca, una contracción de los derechos civiles, la excusa podía ser cualquiera. La verdadera la conocíamos de sobra, atar a la disidencia vasca. Valga como muestra de esta excepcionalidad vasca dos sucesos determinados en el tiempo por unos días, cercados en un escenario similar. En febrero de este año, la justicia italiana ha condenado a Francesco Schettino, capitán del crucero Costa Concordia que naufragó en enero de 2012, a 16 años de prisión, como culpable de un siniestro en el que murieron 32 personas. Ese mismo mes era detenido en Roma el andoaindarra Carlos García Preciado. Llevaba huido quince años, tras haber sido condenado a 16 años de cárcel por el lanzamiento de un cóctel molotov a una entidad bancaria. No hubo heridos, únicamente daños materiales. Dieciséis años por atacar un banco en Andoain, dieciséis años por 32 homicidios. La opinión pública italiana se preguntaba si el castigo a Schettino no era excesivo. La española en cambio, al menos sus medios de propaganda, jaleaba la detención de García Preciado como si estuvieran asistiendo a un combate de boxeo. La nueva Ley de Seguridad Ciudadana aprueba, dicen los expertos, las devoluciones en «caliente». ¿Novedad? Ninguna. Desde 1986, más de 300 vascos fueron entregados por la policía francesa a la española (y otros 29 por la mexicana), en «caliente», sin ningún tipo de intervención judicial. La mayoría de estos entregados denunciaron torturas. Y lo que es más extraordinario en un estado de derecho (en este caso dos, España y Francia), cuando los entregados en «caliente» delataron ante un juez lo ilegal de su situación, un tribunal anuló el proceso. A posteriori. Pero para entonces, el implicado (vasco) ya había pasado por un cuartel policial o militar. Imaginen el resto. La Ley Mordaza castigará, por lo que nos cuentan, las faltas de respeto a la autoridad representada en sus agentes, los escraches, las ocupaciones, las manifestaciones «ilegales»... Nada que no sepamos al norte del Ebro, al sur del Adur. Y seguirá amparando una impunidad legendaria, la de quienes ejecutan las normas de su perpetuación. Tanto la Corcuera como la Mordaza, son ampliaciones de una excepcionalidad vivida en Euskal Herria desde que tenemos uso de razón. El fin justificaba los medios y unos y otros miraban hacia un lado, hasta la tortícolis más extrema