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La dignidad en los rostros de los familiares

Olarra recuerda el castigo al que están sometidos los familiares de los represaliados y represaliadas vascos, que soportan con enorme dignidad y sin perder el brillo de sus rostros al recordar a los suyos en la lejanía, «una luz fija en la tierra vasca durante decenios y que se ha convertido en el más hermoso ejemplo de resistencia y cariño».


Hay pocos acontecimientos que reflejen la dignidad en su sentido más puro que cuando familiares de prisioneros y refugiados, de represaliados políticos vascos se reúnen para conocer sobre la situación y el futuro de sus seres queridos; o cuando se unen a cualquier movilización, desde la más humilde de pueblo o barrio hasta la multitudinaria de comienzo de año. En esos momentos, la dignidad individual de cada uno de ellos se funde con la de los demás generando una energía inmensa de amor hacía sus familiares ausentes y de compromiso con la Euskal Herria por la que luchan, por la que luchamos.

El brillo de sus rostros emocionados, al evocar los recuerdos de aquellos a quienes sueñan regresando a casa, es una luz que permanece fija sobre la tierra vasca durante decenios y que se ha convertido en el más hermoso ejemplo de resistencia y cariño.

Es imposible colocarse ante una madre o un padre de un prisionero político vasco y no sentirse conmovido por su figura; al igual que frente a hermanas y hermanos, compañeros y compañeras capaces de afrontar lo que haga falta, aunque sea sobrehumano, para que los represaliados se sientan siempre queridos y cuidados por los suyos y amparados y reconocidos por su pueblo.

Quienes hemos conocido las prisiones desde dentro sabemos lo que significan los seres queridos que no nos abandonan jamás, sean cuales sean las circunstancias en las que estemos recluidos o por las que les hagan pasar a ellos para poder estar unos momentos a nuestro lado. Si para alguien que desconoce lo que significa una cárcel la imagen de los familiares resulta profundamente conmovedora, en quien ha sufrido la experiencia de la reclusión esa emoción se eleva a la máxima potencia.

Dignidad. Orgullo. Palabras tal vez demasiado grandes pero que cuando se aplican a los familiares de los prisioneros políticos resultan tan minúsculas que, paradójicamente, se tornan gigantes.

Por eso, porque su cariño y dignidad los hace gigantes es por lo que la impotencia del Estado se cebó en ellos cuando perpetró la vengativa política de dispersión penitenciaria, que se prolonga ya durante más de cinco lustros. Porque, que nadie se lleve a engaño, quienes diseñaron esa estrategia no tenían en su punto de mira únicamente a los prisioneros sino a sus familiares. Esta es una evidencia denunciada en su tiempo y que los años han confirmado de la manera más dolorosa.

Nuestros prisioneros son militantes políticos plenamente conscientes y responsables del camino tomado. No así sus familiares, por lo que haberles convertido en víctimas propiciatorias coloca la dispersión en el terreno de la venganza más miserable, al tratarse de un ensañamiento sobre inocentes prolongado en el tiempo.

Así, son varios los castigos que el Estado impone a esas familias. Hay un castigo eminentemente emocional, pues no es lo mismo para una madre saber que su hijo está cerca, aunque sea prisionero, que a cientos de kilómetros en remotos parajes de la geografía española o francesa. La distancia inflige un profundo dolor afectivo sufrido día tras día.

A este dolor se une el puramente físico derivado de los largos desplazamientos. Se dice que el desarrollo de las sociedades humaniza las situaciones de conflicto. Esto, que parece ser una convicción universal, en España sucede al contrario, ya que la arquitectura penal contra disidencia vasca lejos de buscar el principio de la humanización y la proporcionalidad ha involucionado a todo lo contrario, endureciéndose progresivamente con el paso de los años.

Este rearme de España contra el independentismo ha provocado no solo que se alcanzaran cotas históricas de prisioneros políticos sino que también las condenas sean notablemente más largas, habiendo colocado el horizonte de la libertad a una distancia como nunca antes. Como consecuencia, la edad del colectivo de prisioneros es cada vez mayor y lógicamente, sus padres y madres son mucho más ancianos. De ahí otro dolor físico de la dispersión. De ahí que cada vez sea más frecuente la desgarradora tesitura de recibir en una celda la noticia del fallecimiento de algún familiar.

Hay que ser muy cobarde para diseñar una política de maltrato flagrante y contaminado hacia personas mayores capaces de hacer hasta lo inconcebible para poder abrazar en un vis a vis a sus hijos e hijas. Eso, más que sevicia es sadismo con fines políticos. Un sadismo que llega incluso a la muerte porque la dispersión se ha cobrado ya solo en accidentes la vida de 16 personas, además de dejar decenas de heridos.

Esta política de excepción tiene también como objetivo torpedear la economía de las familias, ocasionando elevadísimos gastos que no todos pueden costear y que en numerosos casos los ha abocado a la ruina o a auténticas penurias económicas. Cada visita supone un gasto que no puede ser afrontado sin afectar a otras necesidades familiares. Y para llevar la infamia al extremo, hay fuerzas políticas que se confabulan en las instituciones para retirar o incluso prohibir cualquier ayuda económica.

A pesar de todo ello, las familias no fallan a los suyos y por encima de la distancia, el chantaje emocional, el sufrimiento físico y la extorsión económica acuden a su lado con la más fresca y hermosa sonrisa de cariño.

Esa sonrisa es el monumento más impresionante a la derrota de un estado que impone políticas penitenciarias de excepción a quienes tiene encerradas en sus cárceles para infligirles el mayor castigo posible a través del sufrimiento directo de sus seres queridos.

No nos cansaremos de repetir que en este camino a la soberanía no dejaremos atrás a ningún militante político prisionero. Pero, al tiempo que asumimos este compromiso, también debemos estar con sus familiares; porque en la firmeza digna de sus miradas también está la defensa de esta tierra vasca por la que luchamos.

Más allá del sufrimiento y el peso de los años, los familiares avanzan con su quinqué rompiendo la oscuridad en la que quiere ahogarles el odio de Estado. Sus pasos cansados son también un compromiso con Euskal Herria y la libertad, con el porvenir. El sueño de ver a sus hijas e hijos regresando a casa debe ser en nosotros compromiso para hacerlo realidad.

Cuando se conversa con familiares de represaliados vascos uno se siente deslumbrado por su infinita calidad humana, por su humildad. Ellos jamás nos piden nada, nunca han ido de víctimas dolientes ni se han atribuido superioridad moral alguna, y eso que para el Estado son tan solo un medio para hacer más cruel la política contra los prisioneros vascos.

Ni una lágrima mendicante ni un gesto para dar pena. Las madres y padres de nuestros prisioneros nos miran y sonríen, y luego, en soledad, lloran la ausencia de sus hijos.

En intimidad y silencio gritan su dolor. Es ese sufrimiento silente que sublima la dignidad el que tiene que reventar en nuestros corazones para poder ofrecerles el más maravilloso homenaje: devolverles a casa a sus hijas e hijos.

Los familiares nunca nos pedirán nada, pero se lo debemos y tenemos que cumplir.