17 JUIL. 2016 GAURKOA Identidad lingüística El autor reflexiona sobre la identidad y la lengua y defiende que no están intrínsecamente unidas en el sentido de que hablar una u otra, por ejemplo, no condiciona la ideología de un individuo. Sostiene que lo que si diferencia a unos y otros es el respeto o la falta de tolerancia que se manifiesta hacia otras lenguas. Victor Moreno Escritor y profesor Todavía se sigue diciendo que «somos la lengua que hablamos» y que «el día que la perdamos dejaremos de ser». También se afirma que «somos lo que leemos» y «lo que comemos». Y así podríamos concitar frases más o menos ocurrentes con la pretensión de solucionar la metafísica del big bang, es decir, del ser y sus circunstancias. Siendo la lengua un evento que tiene mucho de darwinista, un proceso y producto tan azaroso como accidental, parece extraño que se la considere como nota imprescindible de la identidad individual y colectiva. Al otorgarle esta importancia, nos colocamos a la misma altura que esos dictadores que para aniquilar a un pueblo les prohibían hablar su lengua autóctona. Nadie como los dictadores han dado tanta importancia a la lengua de los demás para destruirla. Pensaban que mataban un pueblo destruyendo su lengua. Olvidaban que el pueblo es mucho más que la lengua que habla. Las palabras, además de significantes, tienen memoria, un ingrediente fundamental, aunque quebradizo, en la configuración de la identidad del yo. La lengua, más que instrumento de comunicación, es dispositivo organizador de lo que vivimos. Con la lengua estructuramos la realidad, pero no la creamos. Y no existen lenguas que organicen y estructuren la realidad mejor que otras. Todas son imperfectas en este cometido. Porque la lengua nunca refleja exactamente el pensamiento; tampoco, el sentimiento. Y la memoria, no solo es manipulable, también, selectiva. Cada individuo dispone de un relé lingüístico que moviliza de modo diferente. De ahí que los resultados de tal proceso sean distintos, a pesar de utilizar los mismos significantes. La lengua no unifica conductas; tampoco, pensamientos. Al contrario, los diversifica y diferencia, porque cada persona hace funcionar la lengua según su inteligencia y por sus intereses, que rara vez son fonéticos y sintácticos. Esa es una de sus cualidades. Que cada persona es única licuando lo que vive mediante la lengua. Oiremos a alguien hablar de su soledad y pensaremos que lo entendemos. Pero nada más lejos de la verdad. Nadie entiende por soledad lo mismo, porque no la vive de igual modo. Hay quienes piensan que la lengua es el quid que hace posible amar diferente lo que se denomina patria. Dicen que la lengua que hablas nos hace querer de un modo específico lo que nos rodea. Desde esta perspectiva analítica, concluyen que la lengua determina el pensamiento y el sentimiento de las personas, tanto individual como colectivamente. Una coloración que afectaría al humus psicológico del individuo. Lo que seas se lo debes tanto a la configuración gramatical de la lengua como al modo de ponerla en funcionamiento mental cuando piensas, sientes y ordenas lo que vives. ¿Qué decir? Primero. Hay en esta descripción un tufo determinista, cuando no fatalista. Nadie está predeterminado para ser un tarugo mental, un imperialista de cuidado, un filósofo hegeliano o un diplomático de carrera, hable la lengua que sea. Ninguna lengua lleva inserto en su ADN gramatical un compuesto vitamínico de la identidad. Segundo. Cuando se habla de las relaciones entre lenguaje y pensamiento, se soslaya el concepto de cultura. La cultura es ese líquido amniótico en el que tanto el lenguaje como el pensamiento, y sus relaciones interactivas, se bañan y adquieren su sentido primero y último. Sin esa cultura, el lenguaje y el pensamiento establecerán las relaciones que quieran, pero su sentido lo sancionará la urdimbre cultural en el que uno vive. Hay quienes sostienen que al hablar castellano adquirimos la «identidad» española, no solo en términos administrativos y burocráticos, sino en un nivel más profundo y raigal. Y ello porque la lengua sigue juzgándose como clave definitiva en la adquisición de la identidad. La lengua de cada país o de cada Nación sin Estado posibilita una identidad específica y una forma de ser. La lengua, mucho más que cualquier condumio espiritual o gastronómico, es un factor determinante en la configuración del yo. Y, ¿qué sucede cuando en un territorio se hablan dos lenguas diferentes? Según lo dicho, tal situación generará dos tipos de sujetos, toda vez que la realidad se centrifuga mediante un artefacto gramatical distinto. Premisa que significaría que los conflictos que viven las personas en una situación diglósica se derivan del hecho de hablar distinta lengua, pues tales sujetos decodifican la realidad de un modo, ya no distinto, sino enfrentado. Una majadería deductiva que en su día defendió el ensayista Steiner, haciéndole decir que «sin duda» el terrorismo tenía un componente lingüístico. Tratándose de una lengua pleistocénica, por tanto, bárbara y cruel, su aprendizaje llevaba inserto el cultivo de la larva de la identidad del futuro terrorista. Una tesis perversa que ya venía siendo ordeñada por la derecha aunque no fuera lingüista, y que le llevaría a exigir la supresión de las ikastolas, consideradas como viveros del terrorismo. Inaudito planteamiento, porque por esa regla de tres, se podría deducir que aprender latín te convertiría, no en un futuro Calígula, sino en obispo. El mexicano habla mi lengua, pero no es español. Y yo tampoco soy mexicano. Hablar idéntica lengua no otorga el mismo carnet de identidad. ¿Por qué? El mexicano utiliza los mismos significantes que yo, pero el sentido que da a las palabras están ligadas a una cultura particular, mamada desde el útero materno y en un contexto físico, histórico, social y afectivo distinto. No somos distintos, porque hablemos una lengua diferente. La lengua no nos hace ni más guapos, ni mejores. Es la relación dialéctica con los otros la que afina y define quiénes queramos ser y con quiénes queremos estar en este mundo, hablemos polaco, árabe o ruso. La lengua tiene poco que ver con que uno sea un imbécil o de un determinado color político. Hablar una lengua no nos impide convertirnos en crápulas. Felizmente, la lengua no tiene ese poder de transformación. Que las lenguas que hablamos y escribimos se hayan convertido en motivos de fricción, de conflicto, de persecución y de marginación, se debe de forma indiscutible al totalitarismo político que las ha utilizado como obsceno proxeneta, pero, también, al fundamentalismo lingüístico con el que la reflexión mentalista aborda su influencia en la identidad individual y colectiva de una sociedad. Somos lo que somos independientemente de la lengua que hablamos. O, si se prefiere, a pesar de ella. El crimen y la santidad no tiene color lingüístico, sino ético. Y ser bueno o malo como persona no depende de hablar una lengua determinada, pero sí, tal vez, con el decoro de respetarla y mantenerla viva contra todo tipo de dictaduras lingüísticas. Que las lenguas que hablamos se hayan convertido en motivos de conflicto y de persecución se debe de forma indiscutible al totalitarismo político que las ha utilizado como obsceno proxeneta. También, al fundamentalismo lingüístico con el que la reflexión mentalista aborda su influencia en la identidad de una sociedad