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Entrevue
FERNANDO CONDE TORRENS
AUTOR DEL LIBRO «AÑO 303. INVENTAN EL CRISTIANISMO»

«Las pruebas sobre la falsedad del cristianismo ya son irrefutables»

Fernando Conde nació en 1945 en Irun pero la mayor parte de su vida la ha pasado en Iruñea, de donde son oriundos sus padres. Es doctor en ingeniería industrial y ha sido profesor universitario. A los 40 años se planteó si la religión que le habían inculcado era cierta, y decidió investigarlo por su cuenta. Aprendió griego, latín y hebreo, analizó los libros antiguos del cristianismo y ha salido de dudas: es falsa.


El resultado de los hallazgos de Fernando Conde es demoledor, y él mismo lo resume así: «Todo el cristianismo nació como iniciativa de un solo individuo, que convenció a alguien con mucho poder y este respaldó su invento. Todos los personajes que aparecen en la historia primera del cristianismo son inventados, no existieron. No existió Jesucristo, ni concepción virginal, ni nacimiento, ni apóstoles, ni muerte en la cruz, ni resurrección, ni fundación de Iglesia alguna, ni mandato de ‘id y predicad’. Todo fue una idea luminosa concebida por una sola persona».

En el año 2004 usted publicó el libro «Simón, ópera magna. Las pruebas de la falsificación», en el que ya sostenía que el cristianismo fue creado por el emperador Constantino en el siglo IV y que Jesucristo nunca existió. ¿Qué aporta ahora este libro en sus 860 páginas?

Lo principal es que ahora se aportan las pruebas documentales de que lo que defendí desde el principio era la realidad histórica: Jesucristo es un personaje literario, inexistente, creado por un autor, Lactancio, para fundar una religión nueva, que adorara a un solo dios, no a muchos, como se permitía en la Roma imperial. Aporta la historia de lo que sucedió, año a año, desde el ascenso de Constantino al poder, el año 306, e incluso un poco antes, hasta su muerte, el 337. Otro cambio es que ahora todo se explica en forma de novela, de lectura fácil, con capítulos cortos.

En la entrevista que le hice en 2004 usted reconocía que aún le faltaba bastante para poder decir que tenía algo irrefutable. Con su nuevo libro, ¿se puede decir que las pruebas sobre la falsedad del cristianismo ya son irrefutables?

Así es. Se ha desentrañado el proceso de redacción de los Evangelios, podría decirse que palmo a palmo, texto a texto. En este proceso de redacción, necesario para la creación del cristianismo, se dio una feroz lucha interna, y esa pugna ha quedado reflejada en los escritos del Nuevo Testamento.

Por una parte, el director del proyecto, con pleno apoyo de Constantino, sembraba visión mágica, intolerancia, miedo, desprecio por la mujer y alguna barbaridad más. En su contra, Eusebio tenía que actuar a escondidas. Y, a escondidas, dejó los Evangelios escritos de forma que se pudiera demostrar la realidad, que todo era una inmenso engaño, un fraude. Que todo el Nuevo Testamento era obra exclusiva de dos personas y que una de ellas era él, un historiador amigo de Constantino.

En este libro usted sostiene que el cristianismo fue obra de Lactancio, que era el pedagogo del hijo mayor de Constantino. Creo recordar que la figura de Lactancio no aparecía en el libro «Simón, ópera magna». ¿Lo ha descubierto en sus nuevas investigaciones?

Exactamente. En mi libro anterior localicé a Eusebio de Cesárea como uno de los dos miembros del equipo redactor de todos los textos cristianos falsificados. Y pensaba que el otro era Osio, que presidió el Concilio de Nicea. No fue así. Osio era el embajador de Constantino, el hombre que seleccionó los obispos que acudirían a Arlés (Estado francés) el año 314, y a Nicea (Turquía) el año 325. El hombre de la idea fue Lactancio, un profesor de Retórica de África del Norte, que estudió los textos egipcios y de ellos obtuvo mucho material ideológico que aportó al cristianismo. No sé de dónde sacó la idea de que el dios único estaba indignado con los romanos porque adoraban a muchos otros dioses, o incluso a ninguno, como los seguidores de la filosofía griega. Y estaba tan airado ese dios que se disponía a enviar el fin del mundo, el fin del Imperio romano, si la situación no cambiaba rápidamente. De ahí su viaje a la capital donde residía el emperador Diocleciano, y donde conoció a Constantino. El primero rechazó su propuesta de crear esa nueva religión, pero, desgraciadamente para todo Occidente, al segundo le convenció la idea.

Usted mantiene que Jesucristo fue un personaje literario. ¿Quién lo inventó, Lactancio o Eusebio de Cesárea, el historiador que estaba a las órdenes de Constantino?

Evidentemente, Lactancio. El ‘‘Hijo de Dios’’, Jesucristo, era la pieza necesaria para evitar el fin del mundo, fundando una nueva religión que adorara al dios único, para calmarlo y evitar la catástrofe final. Hay que entender que el fin del mundo era el fin del Imperio romano por ataque de los bárbaros, todos los pueblos que habitaban más allá de las fronteras. En aquellos tiempos era creencia general que dios, o los dioses de cada nación, castigaban a su pueblo si se había portado mal, permitiendo que sus vecinos lo conquistaran, como ocurrió al pueblo judío cuando la deportación a Babilonia.

En este libro usted aporta nuevas pruebas sobre la invención de esta religión. ¿Las puede resumir? ¿Están relacionadas con el acróstico de SIMÓN?

El acróstico de SIMÓN es la tercera, porque hay tres. La primera es la doble redacción que Eusebio dio a todas sus obras, con dos etapas de redacción con ideas opuestas. Eran las ideas suyas, sobre el conocimiento griego, y las ideas fantasiosas de Lactancio. Eusebio ponía sus ideas en la primera etapa de redacción, y luego él mismo rodeaba esas ideas con las de Lactancio, con lo que las suyas desaparecían, porque cortaba su texto en rodajas que perdían su sentido al estar mezcladas con ideas opuestas. Hay una muestra de ello en la Carta de Santiago, donde conviven dos Cartas distintas de la primera etapa de redacción con cantidad de las barbaridades que imponía Lactancio.

La segunda son las estructuras. Todos los autores antiguos escribían con estructura. A base de contar las palabras que iban añadiendo a su obra, formaban una sucesión de números, conforme el escrito se alargaba. Había ciertos números, o longitudes de texto, especiales. Y el autor podía pasar por muchos de esos números –o longitudes– o por pocos. Así, había estructuras complicadas y otras más sencillas. Hasta aquí no hay ninguna prueba de nada. Pero Lactancio, que además de fanático era corto, para lucirse, escribió todas sus obras con la misma estructura, una complicadísima. Esto no debía ser así; cada autor debía tener una estructura diferente; unos, complicada, pero otros, bastante más sencilla. La prueba es que, por esa estructura, se reconoce que Mateo, Lucas, Pablo, Pedro y Judas están escritas por la misma persona. Y muchos más falsos escritos cristianos primitivos.

La tercera prueba, colocada por Eusebio, son los acrósticos, la palabra SIMÓN, que significa patraña, cuento, bulo. La colocó en todos los capítulos del Evangelio de Marcos, del de Juan, en la Carta de Santiago, en las tres Cartas de Juan, en su obra más importante, la “Historia eclesiástica’’, y en varios falsos textos cristianos primitivos, que él escribió. Es la prueba más evidente y fácil de ver, porque colocaba muchas letras de las que forman la palabra SIMÓN.

Usted ha dedicado veinte años de su vida a buscar pruebas sobre la verdad o falsedad del cristianismo, y la conclusión es clara. ¿Va a continuar investigando, o cree que su último libro aporta las pruebas definitivas sobre esa falsedad? ?

Esto último. Se ha averiguado prácticamente todo sobre los actores de la farsa y sobre el proceso de creación del cristianismo, casi día a día. Todo está descrito en el libro. Y también las pruebas. Los propios textos evangélicos son las pruebas, ¿qué más se puede pedir?

Suele decirse que los dioses no han creado a los seres humanos, sino que son los seres humanos quienes crean a los dioses. ¿Cree que esto es válido para todas las religiones, no solo para el cristianismo?

Yo me he prohibido mirar fuera del cristianismo. No tengo derecho a criticar otras religiones. Y, al analizar la que fue mi religión, descubro en ella conocimiento, moral básica y barbaridades. Conviene rechazar las barbaridades, la visión mágica, todo lo irreal. Y quedarse con el conocimiento, para el que esté a esa altura, o con la moral elemental, para quien no llegue aún a esa moral. Pero rechazando todo lo sobrenatural, porque eso es parte de las barbaridades. Los milagros, las resurrecciones, la concepción virginal de un Hijo de Dios, la necesidad de ser redimidos, el pecado, el infiern0... Todo eso debe ser dejado atrás, como algo fruto de la mente insana de un fanático.

¿Y a partir de ahora, qué panorama se abre?

Me da la impresión de que, como sociedad, tenemos una tarea fundamental por delante: corregir el engaño en que vivieron nuestros mayores, abandonar el montaje y volver a la ideología acertada que había en el imperio romano antes de la invasión –porque fue una invasión, ideológica, pero invasión– de Constantino y Teodosio. Volver a lo que me gusta llamar “democracia divina”, sin religión financiada por el Estado. Que cada religión la soporten sus fieles. Y dar importancia a lo real, no a las fábulas. Que los hallazgos de los mejores sabios de la Antigüedad, el conocimiento, no queden reducidos a la nada por obra de unos ignorantes.

 

«Estoy convencido de que la jerarquía de la Iglesia católica ha conocido este engaño siempre»

¿Cree que los jerarcas de la Iglesia católica han sido o son conscientes de la falsedad del cristianismo? ¿Desde cuándo?

Lo saben al menos desde tiempos de Teodosio, desde finales del siglo IV. Y tomaron contramedidas para intentar ocultar esa falsedad, como traducir el texto original al latín, la Vulgata, y prohibir el texto griego. Con ello se borraron las firmas de SIMÓN durante más de mil años. También movieron los inicios de los capítulos, para dificultar el hallazgo de las estructuras, y numeraron con versículos el texto, para mover los finales de los párrafos originales que definían los acrósticos de SIMÓN. De modo que sí, estoy convencido de que lo han sabido siempre. Y han procurado corregir los aspectos por donde podía descubrirse el engaño.

Reconocer ese engaño supondría el fin de una religión que tiene más de 2.000 millones de seguidores en el mundo, según datos de la Iglesia católica. ¿Qué consecuencias podría tener?

No tiene por qué ser así. Diría que solo será así si las jerarquías actuales se empeñan en mantener la totalidad de la doctrina ideada por Lactancio. Pero si renuncian a todas las barbaridades –a las que ya apenas nadie da crédito–, reconocen su error y comienzan a enseñar el conocimiento que Eusebio puso en los Evangelios, creo que podrían salvarse del ostracismo universal. Porque ese conocimiento, descubierto por los griegos, es útil para la vida incluso en pleno siglo XXI.

La base de nuestra civilización occidental no es el cristianismo inventado por Lactancio, el visionario, sino el conocimiento griego, mucho más serio. Lo que tenemos que hacer es forzar nuestro retorno a los orígenes, y dejar atrás el ‘‘gran paréntesis’’ que impusieron Constantino, Lactancio y Teodosio, todos ellos de infeliz memoria. Es un ‘‘paréntesis’’ que ya ha durado demasiado, nada menos que diecisiete siglos. En esto, confío más en el sentido común de los más, que en el acierto de los menos, las élites jerárquicas.I.V.