19 MAI 2017 TEMPLOS CINÉFILOS Desaparecidos Victor ESQUIROL La última obra maestra de David Fincher giraba, recordemos, en torno a la desaparición de Amy, mujer perfecta, fruto de una sociedad perfecta. Solo que, ya se sabe, a la que nos damos la espalda y nos vamos, empiezan a pitarnos las orejas. Aquella mujer se fue y claro, los que se quedaron aprovecharon su ausencia para hablar mal de ella. Y de su familia. Y de los media que cubrieron la noticia... Y ya puestos, de esa sociedad tan imperfecta que había originado todo aquello. La desaparición del individuo, ya se ve, como excusa perfecta para diseccionar todos los males del colectivo. En Cannes, como no podía ser de otra manera, se siguen las enseñanzas de los maestros, y se usa este mismo pretexto para las dos primeras películas a concurso. Por partes. En primer lugar, aparece Andrei Zvyagintsev, el cual nos presenta a un chaval de apenas 12 años que intenta refugiarse del mundo que le rodea. En un rincón del cuarto de baño de su apartamento, se acurruca, tapándose las orejas y cerrando con fuerza unos ojos de los que se escapa alguna que otra lagrima. Al otro lado de la puerta, sus padres riñen y se insultan, acercándose más y más a un divorcio que a lo mejor empezó a gestarse con el nacimiento del mocoso. Él, consciente de esto, decide que no aguanta más y se larga. A partir de ahí, Zvyagintsev compone otro fresco social marca de la casa. Ante nosotros, una película pensada y ejecutada con la –titánica– voluntad de dar respuesta a una pregunta imposible de contestar: “¿Qué es Rusia?” Pues bien, para este director, es un páramo ético donde el individuo, para sentirse realizado, lucha a muerte contra la familia, esa institución (¿mental?) que cuantos más lazos de sangre suma, más atenta contra él. Con la actitud de una divinidad moral y las maneras de un gran cineasta (el hombre, es lo que es), Zvyagintsev da una lección de cómo y dónde plantar la cámara... y de cuánto tiempo tiene que aguantarse su mirada. Manteniendo siempre su característico tono contundente, rodeándose de imágenes poderosas y concediendo quizás un poco demasiado al subrayado, nos lleva a la más desesperada de las búsquedas, condenada a terminar mal porque claro, empezó de la peor de las maneras. Un poco como Fincher, vaya, pero a la rusa. Que Dios (el que sea) nos coja confesados. Al lado de tanta devastación, Todd Haynes se ha antojado como un alivio. Poco más que esto, la verdad. “Wonderstruck” es la adaptación de la novela homónima escrita e ilustrada por Brian Selznick. Aquí, no tenemos una sino dos desapariciones de menores. Una en el pasado y la otra en el pasado pretérito. Ambas compartiendo causas y consecuencias. Ahora estamos mucho más cerca del Martin Scorsese de “La invención de Hugo”. La intención es apoyarse en el artificio cinematográfico para filmar así un cuento de niños para todas las edades. El objetivo final responde a la transmisión de la mirada fascinada de cualquier crío cuando está descubriendo el mundo. Haynes logra dicho efecto cuando se asocia con la magnífica composición musical de Carter Burwell y cuando tira de mecanismos cinematográficos silentes. Momentos mágicos pero, por desgracia, escasos. Cuando se prueba suerte con otros ingredientes, el conjunto se muestra excesivamente errático; poco inspirado. Y así, la película desaparece.