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MAUDIE, EL COLOR DE LA VIDA

Mi otro pie izquierdo


La vida de Maude Lewis estuvo llena de penalidades. Aquejada desde su infancia de una artritis reumática que la acompañaría hasta el fin de sus días, tuvo que luchar constantemente contra las injusticias de una sociedad ciertamente injusta. No importaba dónde fuera ni mucho menos qué hiciera, pues el destino parecía ponerla siempre al lado de quienes se regodeaban en la desgracia ajena. La suya. A pesar de todo (o quizás precisamente por todo esto), Maude encontró fuerzas ahí donde parecía que no las habría, y acabó marcando su nombre en letras de oro dentro de la historia del arte, pues incluso antes de su muerte, se la reivindicaría como una de las más importantes pintoras del folk americano.

De trazo aparentemente simple, sus cuadros reflejaban la visión inocente (pero para nada ingenua) de un mundo a pesar de todo maravilloso. Cada toma interior, cada retrato y cada paisaje inmortalizado por su pincel se convertiría en el fiel reflejo del alma de una persona con el cuerpo roto, pero con el espíritu elevado gracias su arte.

Es decir, la vida de Maude Lewis gozó de todos los ingredientes para atraer la atención del cine, esa industria que tiene en las calamidades y en la superación a dos de sus manjares más preciados. La directora Aisling Walsh conjuga ambos componentes con precaución, explotando sus virtudes sin quemarse jamás. Mérito que comparte con la dupla de actores protagonistas, una Sally Hawkins y un Ethan Hawke realmente entonados en sus respectivos roles de entrañables parias.