Víctor ESQUIROL
CRÍTICA «Maudie, el color de la vida»

Maud y Everett, los otros lados y colores de la pintura

En 1996, el por aquel entonces desconocido Billy Bob Thornton concibió uno de los grandes éxitos del cine indie moderno. “Sling Blade” (aquí, “El otro lado de la vida”) era un drama que basaba su efectividad, es decir, la conexión que establecía con el público, en el estatus de su protagonista, un paria social relegado a dicha condición por las taras físicas y síquicas que, al menos a primera vista, le caracterizaban. La gracia estaba en que el rechazo que todo esto producía en los demás personajes, se convertía en empatía en el patio de butacas. La reivindicación del valor humano en los seres relegados se conseguía a través de la compasión.

Con elementos bastante similares juega la directora Aisling Walsh en “Maudie, el color de la vida”, biopic de la famosa pintora folk americana Maud Lewis. Aquí, la vida de la protagonista está condicionada por un reúma artítrico y por la incomprensión con la que la sociedad reacciona ante dicha enfermedad. A esta circunstancia le añadimos el carácter extremadamente uraño de su compañero sentimental, y tenemos los ingredientes perfectos para una de esas tragedias que muy gustosamente ostentarían el sello Sundance.

Por suerte, Walsh no pierde de vista aquello por lo que su protagonista acabó trascendiendo, y así, la propia película también logra elevarse. Con un apartado visual muy trabajado, que consigue explotar al máximo la belleza paisajística de los escenarios, la directora propone un muy atractivo acercamiento a la obra de su objeto de estudio. La película entra muy bien por la vista, pero permanece en la memoria por la sinceridad cinematográfica con la que trata a sus personajes. Entre el trabajo de Sally Hawkins & Ethan Hawke y el poco abuso de recursos sensibleros, se esquiva elegantemente la trampa de la pena y se permite que la dignidad se apodere de un conjunto que solo puede definirse a sí mismo.