04 DéC. 2017 ADELANTO DE LIBRO «La guerra del 58» Prólogo Dernière mise à jour : 04 DéC. 2017 - 14:39h gara, donostia La paradoja del combatiente es, según la ejemplificó Stendhal en el episodio de “La Cartuja de Parma” en que un soldado participa junto a un caballo destripado en una matanza, que luego será memorable y se llamará de Waterloo, la de no enterarse del sentido de lo que sucede históricamente. Paradoja del combatiente es que actúa sometido a decisiones que quizás no comparte, ni decide cuándo empieza la guerra ni cómo se acaba. Paradoja del combatiente es que es empujado por sentimientos de solidaridad y amor, pero con medios más bien apropiados para promover daños y odio. Paradoja del combatiente revolucionario es también que se empeña en una tarea, la independencia de su país y la revolución social, en este caso, objetivos muy superiores a sus posibilidades. Alfonso Etxegarai, evitando otra paradoja que consiste en que generalmente el combatiente hace las acciones y otros las cuentan, va desmenuzando esas y otras paradojas a lo largo de su escrito. Y no lo hace como yo no fui, ni como arrepentido ni, como generalmente se hace, en el sentido de la culpa es de los demás. Ni como triunfador, ni como derrotado: lo hace asumiendo el pasado, las inseguras perspectivas de futuro y, además de las incertidumbres generales, sus muy particulares perplejidades. Con un relato sencillo, verídico y abierto donde se le atraviesan el presente y la vida entera. Su vida personal y la de todo un pueblo. Se pudiera prologar el texto con una semblanza biográfica de su autor o comentando el texto mismo, pero prefiero referirme al contexto de la recepción y las relaciones de poder que lo condicionan, teniendo en cuenta que el militante de ETA que en los años 60 ó 70 podía ser reconocido como portador de ideales y valores irradiables ha sido, desbordado por el mismo conflicto, cuando no criminalizado como agente de irracionalidad y brutalidad, descartado como mito desactivado e inoperante y mandado a callar, Habla Alfonso de la guerra del 58, aunque quizás fue para él la guerra del 68, o la del 78, siendo un conflicto que no comenzó en 1958 ni acabó en 2011, ni todavía. Adquirió los tintes más crueles en el 36 y siguientes, pero el comienzo habrá que rastrearlo antes del siglo XX, cuando comenzó el constitucionalismo en el estado. O antes. Eso en cuanto al comienzo, porque el final está por ver. Conflicto no es lo mismo que guerra, desde luego, aunque son fáciles de confundir, como los términos guerra y paz, como cuando a partir del 37 imperó una paz duradera e inerte, casi de cementerio. Nuestra infancia la vivimos en una sociedad hecha al nacionalcatolicismo franquista, bajo condiciones de país ocupado, pero acostumbrado a ello. Los cuarteles de la Guardia Civil se elevaban natural y orgánicamente por la geografía vasca, como los campos de maíz o los depósitos de agua. Más o menos como ahora todavía, aunque parezcan más camuflados e inadvertidos. Del derecho a la rebelión escribieron Albert Camus, Jean Paul Sartre y muchos otros, en términos contradictorios pero compatibles. Es el impulso de Prometeo, que roba el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, un héroe romántico, arquetipo de los conspiradores nacionalistas del siglo XIX, que liberaron la sociedad de la despótica providencia divina y trataron de devolverles la libre determinación a los ciudadanos en forma de estados nacionales, prototipo también de los muchos revolucionarios sociales de los últimos siglos. Alfonso, joven rebelde contra poderes y valores impuestos como inmutables, creía que podría cambiar la historia, siguiendo así la estela de los gudaris de la guerra civil, la de los djounoud argelinos o rebeldes cubanos, los voluntarios irlandeses o los resistentes vietnamitas. Era el ejercicio del derecho a sublevarse contra la opresión en base a la esperanza de cambiar el curso de la historia, con la creencia de que hay una luz en la oscuridad al final del túnel. Derecho que se convirtió en obligación, y destino fijado en su interioridad, y le sostuvo para afrontar la militancia, la tortura y el exilio. Ese compromiso antiguo y sostenido, que tiene de racionalidad pero también de fe, porque siempre ha afrontado lo desconocido, y siempre ha sido consciente de estar más cerca de la derrota que de la victoria, no le impide reflexionar a la luz de su experiencia sobre nuestro tiempo, repasando la historia en primera persona como un modo de ejercer la crítica del presente. Hace tiempo que se nos predica el fin de los metarrelatos históricos, se recuerda una y otra vez alzando la voz que los grandes relatos utópicos culminaron en sistemas políticos de opresión. La resistencia independentista vasca o la lucha por una sociedad más justa se colorean sombrías y se criminalizan, obviando lo perverso de las situaciones contra las que se rebelan. Se dice que se han de abandonar los grandes relatos emancipatorios y regresar a la cotidianidad, para afincarse al margen de la historia en una vida privada de intensidades, en una existencia intrascendente pero aliviada de grandes sufrimientos. Pero el relato que contradice a los grandes relatos, se contradice también a sí mismo al dar una visión absolutista y totalizante, que no viene a ser sino otro gran relato. Es la gran narrativa del poder, que trata de desactivar la historia como contexto de potencialidades de transformación, simplemente, para que se mantengan los poderes establecidos y su cuento maravilloso, el de los vencedores de ayer y de hoy. Ese gran relato condena furiosamente la violencia, llamándola terrorismo y atribuyéndola a una barbarie abstracta, obviando la compleja significación de la violencia desde los comienzos de la existencia humana, pero obviando sobre todo que una violencia mucho mayor en todos los sentidos, aunque le llamen orden público o le llamen incluso justicia y paz, es ejercida normalmente para mantener y expandir el sistema de dominación. Violencia en la que toda la ciudadanía participa indirectamente, pagando los impuestos que costean las torturas de Inchaurrondo o los bombardeos de Afganistán. O sea, no se trata de desmontar la violencia sino de monopolizarla. Liquidada la rebeldía, absorbidos los espacios de la argumentación analítica por la retórica conservadora y diluyente de los medios de comunicación, se desactiva la memoria histórica y se pliegan las conciencias críticas a la resignada aceptación de lo dado. Vemos por televisión lo que acontece en la continuada tragedia de la historia, con una sensibilidad indiferente y sin otro horizonte que el del irremediable orden de las cosas y la supuesta normalidad de nuestras vidas. Predomina un pensamiento único y vago, en una humanidad hinchada de insuficiencias que se acoge a amparos tan básicos y ancestrales como la sacralización del dinero y la ley del más fuerte. Ya no hay pasado y, por lo tanto, tampoco futuro, sino lo instaurado en su forma y en su continuidad, una inmanencia autoritaria que se debe exclusivamente de sí misma. Incluso en literatura, ya nos hemos acostumbrado a que escribir consista en glosar la glosa, en trocar la memoria en estética, en hacer interpretaciones sin fin, en contar cosas cuya historicidad no radique en ninguna parte. El escritor es una estilográfica fantasmal que se desplaza por una página en blanco, más preocupado por su representación particular que por los acontecimientos colectivos. Incluso cuando trata sobre la intrincada saga de los dominados, lo hace más como gesto literario y caprichoso de artesano de palabras que, en última instancia, no le remiten más que a sí mismo. A través de este texto, en cambio, regresa la vida alejada, oscurecida y criminalizada de un miembro de uno de esos pueblos expulsados de la historia, según el esquema hegeliano. El autor fue plantado hace décadas por los dos estados que disciplinan a su pueblo en una isla perdida en el océano, y viene a darnos cuenta de que hay relación en términos de acción consciente entre nuestra existencia y ese marasmo de acontecimientos que llamamos historia y en el que nos encontramos inevitablemente implicados. El relato del conflicto hace tiempo que es, en el plano político, un conflicto por el relato. El conflicto no acabó, la guerra cesó hace cinco años porque una de las partes se retiró del campo de batalla, ante la imposibilidad de avanzar hacia una solución por esa vía. Pero el enfrentamiento siempre se ha desarrollado en dos planos, en el de los hechos y en el del relato de los hechos, de manera que el choque siempre ha sido menos bélico que informativo-simbólico. Ahora, a partir de la renuncia a las armas por una de las partes, se aviva la cuestión de la representación del conflicto. Está la visión de una parte de la sociedad vasca, por un lado, que se siente ocupada militarmente, restringida en sus libertades y obstaculizada en su democracia y está, en la otra parte, la visión de una mayoría de la sociedad estatal española que niega que exista el problema, porque ni siquiera reconoce como sujeto político de derechos a esa gente que protesta por su situación y reclama su derecho a decidir las cosas. La sociedad española, como marco político, se reconoce a sí misma exclusivamente. Es improbable que negando el conflicto se consiga la paz. Quien niega un problema es como si lo sembrara, para recoger después seguramente un problema mayor. Es que quien desmiente un problema desacredita al que lo plantea como irracional y, si insiste, lo tiene que considerar malvado, y al final lo tiene que agredir, sintiéndose víctima de ese provocador del conflicto. También es lógico que una nación-estado no reconozca como igual a un pequeño pueblo: parece corresponder a la naturaleza de la vida que el pez grande se coma al pequeño. Pero también que el pequeño se resista. Uno y otro relato, y un tercero también, han sido generalmente simples, reduccionistas y arrogantes. Ahí está la desfachatez intelectual que ha examinado Ignacio Sánchez-Cuenca, la soberbia armada que se ha evidenciado en los comunicados de la empresa, y también las maniobras buenistas de otros prefiriendo conservar sus posiciones que solucionar los problemas. La memoria orgánica de cada relato es autocomplaciente y, desde luego, es natural que el pez grande viva una cosa y el pequeño viva otra diferente. Sin embargo, creo que los dos o tres grandes relatos oficiales dominantes adolecen de hondas carencias y agravan la extrañeza que cualquier observador crítico siente cuando se le habla sobre el tema. Creo que las interpretaciones literarias del conflicto, siguiendo a las periodísticas, se han plegado también a las memorias parciales de esos relatos dominantes, y se han inventado pasados de acuerdo con lo que ahora mismo se considera legítimo y verdadero en cuanto a conductas individuales y colectivas. Por supuesto que hacer literatura consiste básicamente en inventar, pero inventar verdad, superando el inconveniente de que es más fácil auto- complacerse inventando mentira. Abunda la autocomplacencia y la falsedad en la literatura sobre el tema. Me parece que “Cal viva” de José Amedo, por ejemplo, es más verídico, desgraciadamente, que esa falsificación sistemática de la realidad que Fernando Aranburu propone en Patria. Y enseguida se comprende que es simplemente verdad lo que cuenta Ion Arretxe en Inchaurrondo, la sombra del nogal, un libro ignorado por los medios y las tertulias político-literarias, pero mucho más verdadero que tanta literatura ensayística y tanta literatura vehementemente ficticia que se basa en poner en la boca de los otros lo que ellos no dirían. En tal contexto, no puedo sino llamar la atención sobre este texto de Alfonso Etxegarai, quien habla también por sí mismo. Estoy seguro de que más de uno le habrá dicho o dado a entender que se calle, que no escriba, para que otros puedan seguir diciendo lo que él diría. O sea, para que puedan seguir mandando, y recurriendo si hiciera falta a algún código penal. Pues, así son las cosas, pero él tiene que escribir, y lo hace con una voz que no se somete al cliché, y dice lo que piensa y explica lo que siente, porque necesita rescatar algo. Su escritura es intensa por eso, porque dice la verdad, insistiendo en los tanteos en que más desprovisto está de seguridades y garantías. No es más que un sujeto racional, como quizás lo sea también el lector, que necesita viajar por su interioridad para rescatar su propia legitimidad. Y quiero rehabilitar, para acabar, una evidencia que el texto que viene corrobora: que no hay dos relatos sobre el conflicto, ni tres, sino muchos más. Tantos como sujetos dispuestos a examinar las condiciones de su existencia y buscar la posibilidad de cambiar las cosas. La memoria orgánica de cada relato es autocomplaciente. Creo que los dos o tres grandes relatos oficiales dominantes adolecen de hondas carencias y agravan la extrañeza que cualquier observador crítico siente cuando se le habla sobre el tema