31 DéC. 2017 GAURKOA De singularidades, tapados y cabras Iñaki Egaña Historiador Se cierra el 2017 del calendario gregoriano del que participamos los vecinos de occidente, con aquella fecha señalada del 7 de abril en la que ETA se declaró «organización desarmada». Un día más tarde, los llamados «artesanos de la paz» desvelaban el paradero de más de tres toneladas y media del arsenal de la organización vasca que en los años anteriores se había deshecho también de otras dos toneladas de material bélico. Una cantidad notable para parte de los actores de «la última confrontación armada de Europa», como señaló Kofi Annan, ex secretario general de Naciones Unidas, en la Conferencia de Aiete de 2011. Modesta, dirán, para otros escenarios guerrilleros. En comparación, las FARC han comenzado la destrucción de unas cien toneladas de su arsenal, siguiendo los Acuerdos de Paz de La Habana. Euskal Herria no tiene las selvas de Colombia. En cambio, ese monto es insignificante para el trajín de arsenales que hoy en día circulan por el planeta. Según denuncia de la plataforma Ongi Etorri Errefuxiatuak, del puerto de Bilbo han salido este año más de 300 contenedores con explosivos. Siguiendo las instrucciones de la Guardia Civil para el almacenamiento en contenedores de material bélico, sabemos que cada uno de ellos tiene una capacidad máxima de cinco toneladas. Saquen las cuentas. Asier Atutxa, presidente de la autoridad portuaria de Bilbo, gestiona quinientas veces más arsenal que el que trajinaron los artesanos de la paz. Continuando esta línea, podemos afirmar que los detenidos en Luhuso hace ahora un año estaban en una operación minimalista. Unos 3 millones de armas son propiedad «legal» de población civil en España, 250.000 menos en Francia. Madrid no ofrece estimaciones sobre las ilícitas, pero Francia las considera en su Estado en más de siete millones. Una barbaridad que la pueden comprobar en GunPolicy.org. Con tanta arma «desbocada», la operación del 8 de abril entra en la excepción. El desarme de ETA no tiene relevancia por su volumen, importante a pesar de las comparaciones, sino porque pone fin a un proceso singular, inédito en un mundo armado hasta los dientes. Y no porque en este país repleto de singularidades las cuestiones relacionadas con el desarme tengan una especificidad determinada, como puede ser el kaiku, la trikitixa o el corte de pelo («peinado borroka» de “Ocho apellidos vascos”), sino porque la naturaleza de los vecinos, en especial de España, no conoce otra tonadilla que la uniforme, tanto en nombre como en adjetivo. Déjenme que utilice una frase del rey Felipe IV sobre su patria española que guardaba para una ocasión como esta: «Hemos tenido a toda Europa en contra nuestra, pero no hemos sido derrotados, mientras que nuestros enemigos han pedido la paz». Al parecer, la paz es una sensación extraña para la naturaleza española. La construcción de su acerbo colectivo se formaliza con el enfrentamiento bélico contra el diferente político, social, religioso. Incluso, como ocurrió durante el franquismo, si ese «enemigo» es interno, habrá que balearlo, hacerlo desaparecer y convertirlo en apátrida. Tras la digresión anterior, señalar que el proceso de desarme, en su última fase, comenzó en octubre de 2011 con la presencia de una delegación de la organización vasca en Noruega que durante 16 meses esperó a los portavoces del Gobierno español. Según los «facilitadores» en este intento de desarme ordenado, el delegado que Madrid había designado para la ocasión era Jorge Moragas. Moragas es un «pata negra» de la política, un conspirador nato. Hace un par de meses saltó a los medios por su intento de confundir a los soberanistas catalanes cuando contactó con Puigdemont para referirle que si el Parlament no proclamaba la república catalana, el Gobierno español dejaría de aplicar el 155 y liberaría a los presos. Puigdemont vaciló, atrasó su declaración y a punto estuvo de pregonar elecciones. Pero Moragas vendía humo. La decisión represiva estaba tomada.&hTab; Moragas había entrado en política a través de la carrera diplomática, nada menos que formando parte del equipo de protocolo de Felipe González, el presidente de Gobierno español que más tiempo estuvo en la cúpula ejecutiva, de 1982 a 1996. De ahí, Moragas ascendió a la dirección del gabinete del secretario general de Presidencia de Gobierno en la época de José María Aznar. Algo que no se explica demasiado a no ser que se pongan nombres a los cargos. El secretario general de Presidencia de Gobierno era Javier Zarzalejos, que fue, junto a Pedro Arriola y Ricardo Martí Fluxá, el delegado de Aznar en las conversaciones entre el Ejecutivo español y ETA que tuvieron lugar en Zurich en 1999. Previamente se había producido aquella recordada frase de Aznar: «El Gobierno y yo personalmente he autorizado contactos con el entorno del Movimiento Vasco de Liberación». Así que al menos los jefes de Moragas habían tenido nociones de lo que era contactar con ETA. Hoy, Moragas ha sido ascendido y recompensado por los servicios prestados: embajador de España en Naciones Unidas. Lugar donde es probable que en los próximos años se traslade el debate de la plurinacionalidad europea, en especial de las naciones sin estado (Corsica, Catalunya, Euskal Herria, Flandria, Groenlandia, Escocia...). Preparando el terreno ya allanado por Felipe IV que ahora Felipe VI (Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia) intenta mantener a toda costa. Moragas se desplazó en 2012 a Noruega mientras la delegación de ETA le aguardaba, pero no para hacer frente a la cita que diera comienzo al desarme ordenado sino para recoger, junto a su jefe inmediato M. Rajoy, el Nobel de la Paz que Thorbjorn Jagland, presidente del Comité del ramo, entregó a la Unión Europea. Fue el 10 de diciembre de 2012. Aquel día comenzó el desarme singular de ETA. Porque tanto Moragas como M. Rajoy (supongo que el mismo «M. Rajoy» de los papeles de Barcenas que las instituciones judiciales no logran identificar), ante la incredulidad de los anfitriones noruegos, no tuvieron una sola palabra para sugerir que abrían la vía de la paz. Desde el 10 de diciembre de 2012 hasta el 7 de abril de 2017, ya en el año del desarme, hemos asistido, a veces en público otras entre bambalinas, a una serie de iniciativas que han chocado una y otra vez con ese espíritu tan tradicionalmente español de no querer entender la composición lógica de las cosas. El mundo de unos y el de otros es radicalmente diferente. Sucedió también este mismo año, en la cumbre franco-española que tuvo lugar en Málaga. En aquella ocasión, 20 de febrero de este año, París comunicó a Madrid oficialmente que se desmarcaba de su estrategia antidesarme y que apoyaría la iniciativa de los artesanos secundada por ETA. La conocida. ¿Notición histórico? De ninguna de las maneras. Al día siguiente, los medios españoles cargaban las tintas en el desfile de la Legión que había presidido la cumbre y en la ausencia de su histórica mascota, la cabra. La cabra habitual, en realidad un cabrón de nombre Miura, había muerto inesperadamente unos días atrás. Orfandad del tercio de la Legión y un supuesto ambiente de congoja que rodeó al encuentro. Una forma metafórica de tratar el desarme y evitar la ruptura en un tema que Madrid había convertido en eje de su actividad. Fue sintomático el espacio dedicado a la cabra en detrimento de los detalles de la cumbre y la oficialización del desarme. Si fuera una anécdota tendría su gracia. Se trata, sin embargo, de una practica tan habitual que por eso nos lleva a los vascos a mantener, a pesar de los desaciertos inherentes a nuestra condición, la singularidad. Aunque nos quieran enredar en un bucle que no es el nuestro, la vía no tiene otra puerta abierta que la propia. La paz es una sensación extraña para la naturaleza española. La construcción de su acerbo colectivo se formaliza con el enfrentamiento bélico contra el diferente político, social, religioso