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JO PUNTUA

Palabras, acciones


El 10 de enero, cuando se cumplían 355 días de su primer mandato como presidente, Donald Trump batió una plusmarca mundial de difícil comprobación, pero muy meritoria. Según el “Washington Post”, que ha intentado llevar la cuenta de todos sus tuits y declaraciones públicas, Trump dijo su mentira número 2.000 como presidente de los Estados Unidos. Igual se alegra, teniendo en cuenta que lo mucho que le gusta ser el primero, aunque sea en la calificación más deshonrosa posible.

Se habla mucho de los tiempos de posverdad en la que vivimos. Y no es un mal término porque se ha mentido siempre, pero en el paradigma político y comunicativo actual, los que lo hacen pueden contar con que su falsedad, por más notoria, indecente o grosera que sea, les pasará poca o ninguna factura. Lo que más me preocupa, sin embargo, no es que se mienta en la vida pública, sino que la vida pública no sea más que un reflejo de la privada. Es decir, que si la gente no mintiera tanto, no habría posverdad posible.

No me refiero a exageraciones, no me refiero a medias verdades u ocultaciones más o menos tramposas. Me refiero a las mentiras. A las falsedades que pueblan nuestras vidas y que saturan las redes sociales, que han tenido el efecto perverso de hacernos vivir –más, si cabe– de cara a la galería y pendientes de la valoración ajena.

Cuesta aceptarlo. Que las palabras no garantizan nada. Que todo puede ser falso. Que han podido engañarnos, incluso en lo más íntimo, con la más absoluta de las ficciones. Se vuelve más difícil avanzar, se nos exige volvernos más cautos, más prudentes, más vigilantes con nuestros semejantes, con nosotros mismos y, por supuesto, con quienes nos gobiernan. Pero no queda más remedio. La sobreabundancia de la mentira nos obliga a dudar, quizá no más, pero sí mejor, y a valorar a la gente por lo que hace, no por lo que dice. Como dijo el novelista americano James Baldwin «no puedo creer tus palabras porque veo tus acciones».