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Rohingya, una crisis con nombre propio


La violencia les ha robado su infancia. Medio millón de niñas y niños rohingyas han sufrido los peores horrores imaginables. Su mirada ha quedado perdida entre aldeas arrasadas por el fuego, familiares asesinados frente a ellos, huidas desesperadas para salvar la vida, bebés arrojados a hogueras, hermanas y vecinas violadas…

Y lo peor: el sufrimiento no ha terminado. Un millón de rohingyas, 400.000 de ellos niñas y niños, han escapado desde Myanmar a la vecina Bangladesh, donde malviven en el campo de refugiados más grande del mundo, Cox’s Bazar, un antiguo parque natural que, a pesar de servir de amparo, conserva su lado más salvaje. Save the Children ha reportado al menos 26 casos de secuestros de menores dentro del campamento y otros pequeños han denunciado violaciones cuando van al baño o a recoger leña.

Este no es un conflicto olvidado porque, en realidad, nunca se recordó. Su origen se remonta a la Segunda Guerra Mundial, cuando los rohingyas, un 10% de la población de Myanmar (antes Birmania), en su mayoría musulmanes, se enfrentaron al 90% restante y que profesa el budismo. Desde entonces, los enfrentamientos han sido frecuentes para expulsarles del país. En los últimos años, varios ataques de un grupo rebelde de origen rohingya han intensificado una aniquilación incontrolada contra esta población que se ha convertido ya en la más perseguida del mundo. Naciones Unidas ha calificado este hostigamiento de limpieza étnica.

¿Nos hemos inmunizado frente al sufrimiento ajeno? La pregunta no es nueva. Nos la hicimos hace apenas dos años cuando los medios se inundaban de imágenes con miles de personas que arriesgaban su vida en el Mediterráneo tras huir de los ataques cruentos que se libraban en Siria y en países limítrofes. Ataques que aún hoy se producen, pero que parecen mantener a los Gobiernos más empeñados en aplicar medidas teóricas antes que prácticas. Por eso desde Save the Children, coincidiendo con la reunión de ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea el pasado 26 de febrero en Bruselas, pedimos a las instituciones europeas que priorizaran la resolución de la crisis rohingya. Es urgente una salida.

Los planes del Gobierno de Bangladesh pasan por trasladar a parte de las personas refugiadas a una isla deshabitada que se localiza en el Golfo de Bengala, pero diversas organizaciones ya han alertado de que esta isla puede convertirse en un centro de detención. Es necesario exigir su retorno a Myanmar, el país de donde salieron, y que este regreso cuente con la total garantía de que los rohingyas no sufrirán represalias.

En cualquier conflicto, la distancia física marca una distancia emocional inaceptable. Ninguna sociedad debería permanecer impasible ante la magnitud de las cifras de personas que están llegando a Cox’s Bazar sin nada, excepto el miedo. De ellas, más de 3.500 son niñas y niños solos que han hecho su proceso migratorio sin ningún familiar que les acompañe y, por lo tanto, que les proteja. Cuando llegan a este campamento, la situación no es mucho mejor. Las condiciones higiénicas son deplorables y las enfermedades como la difteria, el sarampión o el cólera se propagan con facilidad entre quienes tienen menos posibilidades de superarlas: los más pequeños.

Las familias se han visto obligadas a construir endebles viviendas de bambú y plástico cuya resistencia frente al temido monzón está en duda. Se desconoce la intensidad de las lluvias, pero nunca es escasa. Las madres lloran porque sus hijas e hijos ya duermen sobre el barro y tienen miedo de lo que pueda venir. Los bebés han de acomodarse en frágiles cunas improvisadas con las escasas telas a mano y que a duras penas aguantan amarradas a los techos de los chamizos en los que hacen por mantener una rutina que es tan dura como injusta.

Los gritos de silencio del pueblo rohingya nos quedan lejos, pero no podemos dejar de escucharlos. Nuestra campaña #TienenNombre busca ponerles voz para que este éxodo masivo no caiga en el olvido, como antes sucedió con otros muchos. Los rohingyas han sufrido 36 años de persecución desde que el Gobierno birmano les retiró su ciudadanía y, con ella, sus derechos. Es momento de que el mundo les oiga.