20 NOV. 2018 MALESTAR POR LAS TASAS DE LOS CARBURANTES EN EL ESTADO FRANCÉS Los chalecos desafían a palacio y descolocan al populismo de salón Los chalecos amarillos se preparan para tomar las calles de París, una apuesta arriesgada con la que aspiran a marcar aún más la agenda. No sin ciertas connivencias, el 17N pusieron en solfa el «yo o el caos» que alienta el macronismo. Esa es su fuerza. Su debilidad, la dificultad de saltar de la categoría de vecino gruñón a la de interlocutor político. Dernière mise à jour : 20 NOV. 2018 - 06:23h Maite Ubiria Beaumont El primer espada de Emmanuel Macron no tenía grandes opciones en su comparecencia dominical en el plató de France2. Parafraseando al líder de La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, el primer ministro, Edouard Philippe, «habló para no decir nada». Porque decir que se ha escuchado al pueblo pero asegurar, al mismo tiempo, que no habrá corrección de rumbo equivale a mantener el muro que separa a la Presidencia “jupiteriana” de esos sectores de la sociedad que, cuando oficialmente se ha dado por clausurada la última crisis económica, penan al unísono por su falta de perspectivas y de poder adquisitivo. El hecho de que la cascada de medidas parciales evocadas por el Gobierno a las puertas de la movilización que llevó a cerca de 300.000 ciudadanos a pisar el asfalto no haya tenido efecto calmante deja en evidencia que, el sábado, no se vivió un brote puntual, sino un contagio de descontentos capaz de llevar a gentes de 40-50 años a movilizarse por primera vez. Lo que de por sí ya merecería un análisis más profundo, porque hablamos de un Estado que es visto por sus socios europeos como un auténtico manifestódromo. En ese contexto de pronunciados contrastes, hay un consenso general: el 17N se vivió un episodio inédito en el Hexágono. Lo que no quiere decir que todos extraigan las mismas conclusiones de una experiencia movilizadora que, contra lo que se decía de antemano, no se presta a la capitalización fácil. Los chalecos amarillos persistieron ayer en formas de movilización –bloqueos, operaciones caracol, ocupación de peajes– que son un clásico de la lucha sindical francesa. Pero ni el patrón del Elíseo ni los medios de comunicación, ni buena parte de la ciudadanía, observan sus movimientos de la misma forma que miran a una protesta contra cualquiera de las reformas impuestas desde su llegada al poder por Macron. No faltan, claro está, las muestras de desconfianza, aunque estas no se expresen siempre por cauce oficial. Tienen sus razones los sindicalistas para apuntar que, ante acciones similares, escarmentados militantes reciben multas por el uso abusivo de una batería de normas tipo «ley mordaza» que atenaza cada día más la vida sindical. También tienen sus razones los habitantes de los barrios populares a los que la Policía hostiga de forma permanente y a cuyos jóvenes detiene por bastante menos de lo que algunos chalecos amarillos, ya entrados en años, hicieron el sábado al amparo del anonimato que ofrece la masa y la falta de una sigla organizadora a la que endosar la factura de desperfectos. Tienen sus razones las formaciones políticas que precisan de acudir con mayor asiduidad a las calles para hacer aflorar sus demandas cuando apuntan a las nulas trabas administrativas que se encontraron los protagonistas de esta matxinada en red. La lista de exposición de lamentos (y miedos) podría alargarse mucho más, pero esos y otros motivos parten de una lectura que emana de lo ya conocido y que, por tanto, no sirve para tratar la «fiebre amarilla». Por eso, las primeras reacciones de la izquierda han defraudado. El cainitismo sigue imperando en el análisis. Y eso dificulta la búsqueda de respuestas compartidas, que conecten objetivos reconocibles con transformaciones de calado. El propio Mélenchon colgaba ayer un post en el que reclamaba para sus «insumisos» parte de la cuota de éxito de la protesta y, tras cargar contra el predecesor de la LREM, el PS, cuya responsabilidad en la pérdida de derechos y de calidad de vida por las clases populares es indiscutible, arremetía también contra su escisión zurda, el movimiento Génération-s de Benoît Hamon. Enésima versión del cainitismo y de la añoranza de acaudillar a «las élites rojas guiando al pueblo». Ese viejo tic del nuevo populismo (de salón) muestra los obstáculos que presenta la gestión de una revuelta que, a su vez, asume riesgos al cambiar, a toque de claxon, los escenarios periurbanos por el de París. El Gobierno no dispone de un interlocutor claro, pero le urge devolver al cauce reglado el debate de la fiscalidad, a poder ser sin tocar a la cuestión de fondo: el (no) reparto de la riqueza. Los chalecos deberán velar por que su mensaje no se convierta en incomprensible, a fuerza de adosar quejas al propósito inicial. Además de cerrar vías, deberán tender puentes, lo que obliga a sopesar el costo de los peajes (alianzas y estructuración). De lo contrario, la simpatía con que se mira al vecino gruñón cederá pronto paso al hartazgo de la comunidad. El Gobierno y también la oposición tienen dificultades para situarse ante este brote de ira colectiva. Macron se aferra a su política y la izquierda exhibe desconfianzas y falta de estrategia.