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TEMPLOS CINÉFILOS

Arde París... y la Croisette


De cero a cien kilómetros por hora, o para emplear la jerga al uso, de una a cinco películas por día. En un abrir y cerrar de ojos: después de la relativa calma de la jornada inaugural, en la que todo el protagonismo se lo zamparon los zombies de Jim Jarmusch, el Festival de Cannes puso sus principales motores a trabajar, y así, sin demasiado previo aviso, alcanzamos la velocidad de crucero.

La Competición por la Palma de Oro recibió la primera grata sorpresa de esta 72ª edición: “Les misérables”, trepidante thriller con base de cine social, firmado por Ladj Ly, director que llegaba a la cita con un curriculum más bien breve. A saber: un cortometraje (antesala del largo que ahora nos ocupa) y un documental confeccionado a cuatro manos, junto a Stéphane de Freitas.

Esta era, pues, una prueba de fuego para él. Un reto de altura... ante el cual no le entró ataque de vértigo alguno. Al contrario. El prólogo ya quería presagiar algo grande: de sopetón, la cámara se sumergió en el tsunami humano que celebró, el verano pasado en las calles de París, el triunfo de la selección francesa en el Mundial de Fútbol. Escenas de júbilo inundaron una pantalla que, a pesar de todo, no pudo evitar crear una atmósfera ominosa. Las victorias deportivas, ya lo sabemos, son efímeras... y para mayor espanto, los «bleus» parecen ser la única fuerza verdaderamente cohesionadora del Estado francés.

Al despertar, nos tocó afrontar la resaca de tamaña fiesta. Las sonrisas degeneraron en insultos y los abrazos en balazos más o menos accidentales. Planteada casi como una “Training Day” a la francesa, la acción siguió las violentas patrullas de tres policías por la periferia parisina. La banlieue como jungla urbana... quizás como trampa mortal. Ladj Ly lució puro músculo, y gestionó con fuerza y pulso un crescendo dramático que juntó la adrenalina con el cabreo político. Cuando la tensión fue ya insoportable, salió al rescate el mismísimo Victor Hugo. «El problema no son las malas hierbas», dijeron el escritor y el cineasta, «el problema son los cultivadores». Para aquel entonces, París (y Cannes) ya ardían.

Por suerte, justo después llegó Quentin Dupieux. El maestro del sinsentido abrió la Quincena de los Realizadores con “Le Daim”, enésimo y más que bienvenido llamamiento a la risa absurda marca de la casa. La historia, para hacernos a la idea, trataba sobre un hombre obsesionado con una chaqueta de auténtica piel de ciervo... y cegado por el sueño de ser la única persona con derecho a llevar dicha prenda.

Caldo de cultivo ideal para Dupieux, quien correspondió ofreciendo a Jean Dujardin (demente protagonista de la función) uno de los mejores papeles de su carrera. Tal para cual: uno hacía esfuerzos titánicos para tomarse en serio a su personaje (ahí estaba la gracia) y el otro le decía, una y otra vez, que en realidad no había razón para no partirse de la risa. Con la excusa, y de –magistral– rebote, se volvió a desnudar el artificio cinematográfico, el cual a ojos del apodado como Mr. Ozio sigue siendo la herramienta más efectiva (y letal) para realizar los sueños más salvajes. Cannes pasó de arder a desangrarse.