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La sonrisa ha desparecido de nuestras calles. Las mascarillas lo esconden todo. Se respira miedo, pánico a ser contagiado. La pandemia monopoliza nuestro pensamiento. Lo ha secuestrado todo: informativos, agenda, trabajo, relaciones humanas, amores clandestinos... No es una pesadilla. Es la cruda realidad. Estamos atravesando, probablemente, el peor momento de nuestras vidas, algo que marcará el devenir de nuestra historia. Asistimos a un brutal cambio de ciclo que acarreará nuevos paradigmas. De nosotros dependerá que sean liberadores o esclavizadores. Por ello, es importante reflexionar sobre qué nos está pasando, para evitar repetir los errores del pasado (crisis de 2008).

¿Estábamos preparados? La respuesta parece obvia. Nunca se está preparado. Ya lo decía Albert Camus en 1947, «pestes y guerras cogen siempre a las gentes desprevenidas». Occidente desdeñó a Oriente. Lo ignoró, lo despreció, lo insultó: «cosas de chinos», se decía. Miramos a otro lado. Hoy llevamos mes y medio encerrados en nuestras casas y seguimos sin tener las cosas claras, en parte porque la comunidad científica desconoce el comportamiento del virus y en parte también porque la clase política tampoco afina demasiado. No es solo una crisis sanitaria global. También es una crisis global de modelo de gobernanza con ramificaciones económicas, culturales y sociales. Y en este delicado momento comprobamos, además, otra carencia global: faltan líderes y sobran insensatos.

Todo esto hoy parece evidente. Juzgar a posteriori siempre resulta fácil. «Una vez de visto todo el mundo es listo», dice un viejo aforismo. Seamos constructivos. Miremos al presente pensando en el futuro.

Aunque la famosa curva se doblegue, las brumas predominan en el horizonte. Seguimos en estado de shock, instalados en la incertidumbre. Acudimos al ritual diario de los balcones para homenajear al personal sanitario, pero también para reencontrarnos a nosotros mismos, para sentirnos parte de la comunidad, y, sobre todo, para comprobar que seguimos vivos. Y de los muertos, ¿quién se acuerda de los muertos?, ¿cuándo vamos a reivindicar su memoria desde los balcones? Han sido nuestro referente de vida, somos portadores de su ADN y se nos están yendo en silencio, sin molestar. Olvidados, marginados, estigmatizados... sin derecho a una muerte digna. Mueren en la más cruel de las soledades. Víctimas del virus sí, pero sacrificados también por un sistema residencial abandonado por las instituciones, precarizado y pulverizado por mezquinos intereses económicos.

¿Hasta cuándo?

Sigamos en los balcones, reflexionando sobre nuestro papel como sujetos activos. Hay preguntas insoslayables: ¿qué función desempeña la sociedad civil en estas circunstancias tan especiales? ¿Cómo podemos influir en las decisiones? ¿Debemos seguir resignados, aceptando sumisamente todas y cada de las decisiones que nos imponen?

Sabemos que la situación es extremadamente compleja y que tomar hoy decisiones resulta una tarea ardua y cargada de enorme responsabilidad. Lo sabemos y lo entendemos. Podemos disculpar ciertas incongruencias. Sin embargo, observamos a diario decisiones inexplicables, contradicciones flagrantes y tics autoritarios que nos resultan imposibles de asumir. Por ejemplo: la militarización del estado de alarma. No se trata solo de la presencia del Ejército en nuestras calles y en las ruedas de prensa. Se trata también de ese lenguaje belicista que lo contamina todo y que pretende perpetuar un estado de shock emocional que nos mantenga psicológicamente aturdidos e ideológicamente desarmados. Estamos en esa fase en la que, como teorizó Naomi Klein, los Estados aprovechan la conmoción general para establecer nuevos sistemas de gobierno. Y son modelos alarmantes, sistemas autoritarios que apuntan a estados policiales digitales favorecidos por el big data y el 5G, Estados en los que, tal y como señala el filósofo italiano Giorgio Agamben, «el estado de excepción pasaría a ser la situación normal».

Intelectuales, filósofos y pensadores de todo el mundo están lanzado durante estos días interesantes reflexiones. Son académicos de diferente origen, condición y tendencia, personas que conforman un amplio abanico que va desde el estadounidense Noam Chomsky, la canadiense Naomi Klein, el esloveno Slavoj Zizek, el surcoreano Byung-Chul Han, el italiano Giorgio Agamben, el catalán y ministro español Manuel Castells o el israelí Yuval Harari. Ellos y ellas insisten, con matices, en una idea: no podemos delegar todo el poder en los dirigentes, debemos mantenernos alerta, activos, empoderarnos y empoderar a la ciudadanía. El riesgo autoritario existe. Es más real que nunca. Hay que reaccionar ejerciendo una oposición constructiva, no destructiva, pero siempre activa.

Nadie sabe hasta cuándo se va a prolongar esta situación. No podemos quedarnos a la espera. Debemos extraer conclusiones de lo mucho que nos enseñaron las devastadoras crisis pasadas. Empoderar a la ciudadanía, fortalecer redes de solidaridad ciudadana, primar la vida, la salud, la economía circular, el medio ambiente, los mercados locales, el turismo sostenible... Esta situación no concluirá cuando se descubra la vacuna. El distanciamiento social muy probablemente se prolongará más en el tiempo.

Concluimos como empezamos, citando a Albert Camus y a uno de los best sellers redescubiertos en este confinamiento: “La peste”. Al final de su magnífica crónica novelada señala: «Hay algo que se aprende en medio de las plagas; que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio». Está en nuestras manos. Es posible si, como dice Castells, reseteamos a tiempo el sistema. Cuando volvamos a «la normalidad» nada será igual. Todo habrá cambiado. Todo será diferente. Todo. La forma de gobernar y también la forma de hacer oposición. Por ello, es preciso no delegar todo en los gobiernos, no aceptar todo sin reflexionar críticamente. Es preciso actuar ahora. Mañana será demasiado tarde.