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Infieles


Hasta hace bien poco, separatistas eras los independentistas corsos, los bretones, los catalanes, los vascos, incluso los kanakos que siglo y medio después de ser colonizados votaban este fin de semana que sus islas repletas de níquel seguirán, a 18.000 kilómetros de la República, bajo soberanía francesa. Precisamente hasta hace bien poco separatistas eras los que cuestionaban el sujeto de esa soberanía. Pero ahora separatismo no es ni sinónimo de soberanismo ni siquiera de secesionismo. Según la nueva vieja política, separatismo sería algo así como el crecimiento, en el intramuros supuestamente laico del hexágono, de una cultura foránea no cristiana. Los defensores de esta definición explican que hace un par de siglos el separatismo fue hebreo, con judíos que no aceptaban el yugo de la recién creada República; hoy día, el separatismo sería eminentemente musulmán. Al separatismo semita –según los obispos del republicanismo chauvinista– lo integró Napoleón. Al separatismo islamista lo integrará –rezan– Macron. Y a esto no lo llamarán integrismo, porque eso debe de ser también otra cosa. Y no hay autocrítica. Porque, como en tiempos de las colonias, es París la que separa socialmente a los que pueden soñar con un paraíso de los que no. Y encima, a estos últimos les excomulga por abrazar otro dogma, por no tener fe en ese sistema que les condena al averno social.