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LA CÁRCEL, UNIVERSO HOSTIL INCLUSO PARA LOS PROPÓSITOS DE HUMANIZACIÓN

Las cárceles francesas se han convertido en un universo hostil no ya solo para las organizaciones que se encargan de dar eco a las violaciones de derechos sino incluso para las entidades que, como la recién disuelta Genepi, nacieron con propósitos de humanización.


Las redes sociales han sido el medio elegido para anunciar la desaparición de una organización con cerca de medio siglo de experiencia al otro lado de los muros. Un signo de los tiempos y una prueba más de la degradación de las condiciones de intervención de las que alertan desde hace demasiado las entidades que prestan servicio en las saturadas prisiones francesas.

El comunicado sirve de epitafio a una lenta agonía, marcada por el debate con mil aristas sobre la privación de libertad. Haciendo abstracción de la degradación de las condiciones carcelarias podría zanjarse el relato final con una aserción simplista: las tesis abolicionistas se han impuesto a la trayectoria en apoyo a la reintegración social.

Sin embargo, puede ser precipitado extraer conclusiones palmarias y, de hecho, las personas que se han vinculado en los últimos años a Genepi desde su antena de Baiona, han declinado, de momento, la invitación de GARA de abordar públicamente el recorrido e implicaciones de esa decisión.

El debate de fondo que ha abocado a la disolución anunciada el 2 de agosto no es, en todo caso, ni nuevo ni desconocido. A la búsqueda de explicaciones preliminares hay dos fechas que aportan algunas pistas.

En 2011, los «genepistas» abordaron un debate interno motivado, en gran medida, por la necesidad de «actualizar el formato» de aquella asociación nacida en 1976, en un contexto de motines en las prisiones francesas, y a la que se endosó, desde sus inicios, un propósito asistencialista.

Se atribuye, de hecho, a Lionel Stoléru, un consejero del entonces presidente, Valéry Giscard d’Estaing, la idea de poner la semilla en las universidades para la creación de un movimiento de voluntarios dispuestos a aportar tiempo y dinamismo para desarrollar labores culturales en las prisiones.

Desde ese anclaje en el espacio universitario, y más en concreto en sus facultades más elitistas, la asociación fue modelando programas sociopedagógicos de cara a dar otro horizonte a las personas presas, pero también para fomentar el intercambio de experiencias a ambos lados de los muros. Al hilo de la disolución, la excolaboradora de Genepi y abogada Amélie Morineau constataba, ante los micrófonos de la emisora France Inter, que la evolución en el paisaje humano de la asociación se fue traduciendo, con el paso de los años, también en un aumento de discrepancias, hacia adentro y hacia afuera, hasta llegar al choque con la administración penitenciaria por las limitaciones crecientes a las relaciones entre voluntarios y presos.

Una versión coincidente con la que representantes de la sección baionarra de Genepi trasladaban ya en 2018 a este diario cuando destacaban que en la cárcel de la capital labortana desarrollar talleres se había convertido en todo un reto, dada la invasiva presencia de las cámaras de vigilancia.

Limar las reminiscencias elitistas

En ese contexto de restricciones derivadas de un régimen cada vez más cerrado se produjo un «reseteo» en el seno de Genepi que buscaba descargar a la asociación de las reminiscencias en cierto modo elitistas que acompañaron su creación, para trabajar un modelo de relaciones menos jerarquizadas.

Al tiempo, la función de denuncia pública que cada vez asumía con mayor naturalidad Genepi llevó a la asociación a encontrarse más a menudo en posiciones de discrepancia con la administración penitenciaria.

Coincidiendo con las sucesivas reformas legales y penitenciarias que consolidan hoy un modelo securitario en el Hexágono, la asociación sumaría su firma a informes y denuncias dirigidas a las instancias de defensa de derechos de los detenidos.

En la línea de lo expresado por organismos europeos, que desde la década de los 90 del siglo pasado afean al Estado francés el trato degradante hacia las personas presas, derivado tanto de su vetusta red carcelaria como de las sucesivas reformas que hacen explosionar las cifras de prisioneros, Genepi perseveró en ese perfil más combativo.

Las consecuencias no se hicieron esperar. En 2018, la administración penitenciaria anunció que Genepi dejaría de contar con el estatus que le permitía recibir ayudas públicas. Las puertas de las cárceles se cerraban para sus voluntarios y la asociación se orientaba hacia la denuncia radical, pero externa, de la prisión. En su comunicado final, la asociación se identifica como «anticarcelaria y feminista» y plantea una enmienda a la totalidad a sus predecesores por «haber organizado durante 43 años, en colaboración con la administración penitenciaria, actividades en prisión contribuyendo a generar la ilusión de unas condiciones más humanas».

La crudeza del comunicado final llevaba a la penalista Mathilde Robert a declararse en redes consternada «ante tanta ignorancia sobre la historia de Genepi y su pensamiento crítico sobre la prisión». Emmanuelle Wargon, ministra delegada de Vivienda e hija de Lionel Stoléru, el consejero del Elíseo que impulsó la creación de la asociación, expresaba su «inmensa tristeza» y sentenciaba que «destruir es más fácil que construir».

Cuando resuena aún la alerta de la controladora general, Dominique Simonnot, sobre «las deplorables condiciones de detención», lo que es seguro es que finiquitada esa asociación menos ojos mirarán y contarán lo que ocurre en ese mundo a la sombra de una sociedad a la que se empuja a aceptar que la única forma de reparar el daño pasa por encerrar más y por más tiempo.