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KOLABORAZIOA

Cruzar la frontera cada día


Es difícil estar navegando constantemente entre dos identidades, entre dos tierras. Sin pertenecer a ninguna del todo. En ese limbo constante. El duelo migratorio, otra de las facetas de la migración, a pesar de que la motivación sea un futuro mejor, nunca es fácil el proceso. Cuando emigré a España apenas tenía cuatro años y los recuerdos que conservo son bastante vagos, pero hay uno que recuerdo con la claridad de ayer y fue la despedida –con razón a día de hoy no soporte las despedidas–. En la puerta de la casa de mi abuela, diciéndole adiós, sin saber porqué no iba a poder verla al día siguiente. Lo recuerdo porque no paraba de llorar exigiendo que no quería irme de ahí sin mi abuela.

A pesar de que ya hayan pasado más de quince años desde entonces, muy en el interior, aún conservo a esa niña que lloraba por su abuela y por lo que era conocido para ella. Es difícil crecer y criarse entre dos identidades, porque nunca te sientes parte de ninguna; demasiado marroquí para ser española, demasiado española para ser marroquí. Así crecí, en una crisis constante de identidad donde llegué a creer que todo lo que yo era no estaba bien. Que era lo incorrecto, lo que no entraba en la estandarización de lo «normal».

No fue fácil quitarme de encima esos pensamientos, me acompañaron durante la infancia y parte de la adolescencia. En ese proceso de migración pierdes tus raíces o se ven mucho más difusas y te sientes desamparada, equidistante, ni muy lejos ni muy cerca. Sobre todo, cuando aún estás descubriendo quién eres. Crecer pensando que no eres suficiente, porque por una razón u otra no terminas de encajar en una sociedad recelosa de lo distinto, te deja una mella emocional. Entonces yo me encargaba de ser gris, de no hablar de mi país de origen, de mi cultura, de mi gastronomía, de mis padres, porque había matices, unos pequeños otros no tanto, que hacían que me avergonzase y odiase todo lo que era yo.

El que emigra siempre carga con una mochila emocional –para unos más pesada que otros–, donde entran todas las despedidas, los olores de tu tierra, la identidad que has empezado a construir en ella. Porque no es fácil despedirse de los aromas familiares para aterrizar en caída libre en otra tierra desconocida. Yo tuve la suerte de que apenas tenía cuatro años y a esa edad, dentro de lo que cabe, es más fácil adaptarse, pero cuando miro a mis padres veo en sus ojos el dolor que causa tener el corazón dividido entre dos tierras. Ahí donde crecieron, vivieron y dejaron a sus padres y aquí, el lugar que eligieron para materializar sus sueños.

El duelo migratorio del que hablo no se limita únicamente al proceso en sí, sino también a la situación en el país de acogida. Una vez llegas te encuentras con una serie de barreras idiomáticas, culturales e incluso económicas que no hacen más que ahondar en la tristeza y ansiedad de quien cruza una frontera y la lleva a cuestas.