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EDITORIALA

La ley de partidos dañó la democracia sin lograr su fin


Hace 20 años, el 19 de agosto de 2002, la Fiscalía española puso en marcha el proceso de ilegalización de Batasuna, recogido en la entonces recién aprobada la Ley 6/2002 de Partidos Políticos. Comenzó un periodo de casi una década en la que se persiguió e ilegalizó cualquier expresión política e institucional de la izquierda abertzale. El apoyo popular al proyecto independentista, el sólido respaldo a multitud de iniciativas novedosas e imaginativas y el tesón de la militancia permitieron que la izquierda abertzale saliera airosa y renovada de aquella brutal acometida y que desde la legalización en 2011 haya logrado seguir creciendo y consolidándose.

No obstante, aquella estrategia de ilegalización tuvo también importantes costes. En primer lugar, costes humanos provocados por las detenciones, las operaciones policiales, los juicios y el encarcelamiento que sufrieron muchos militantes. Pero también porque se violaron derechos civiles y políticos de miles de personas a las que se les impedía defender sus ideas, participar en listas electorales o simplemente votar a determinadas candidaturas. Todo un sector de la sociedad fue excluido de la actividad político-institucional, en lo que fue bautizado como «apartheid político». Aquella fue una apuesta por la represión que certificó que el Estado español carece de oferta política para Euskal Herria y a lo único que aspira es a someterla. Puso, además, en evidencia la profunda base antidemocrática que sustenta al Régimen del 78, para el que la democracia es un simple envoltorio moldeable a conveniencia, y que nada tiene que ver ni con derechos ni mucho menos con el gobierno del pueblo.

La ilegalización dejó un ejemplo que ha sido esgrimido por el Estado como amenaza en posteriores crisis políticas, sobre todo contra el independentismo catalán. Su influencia ha traspasado fronteras y sirvió a Turquía de inspiración para la ilegalización de partidos kurdos. La ley, que todavía sigue vigente, certificó un retroceso antidemocrático sin precedentes, aunque la experiencia vasca ponga en entredicho su eficacia para desacarrilar el proyecto político independentista.