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KOLABORAZIOA

«Tripalium»


Hay gente que no se conforma con escribirlo. Hay gente que pronuncia «sePtiembre», que se detiene, que se regodea en esa p que la mayoría relajamos, esquivamos, driblamos, obviamos. Y uno piensa al escucharlo, al escucharles, que bastante tiene ya el mes de marras como para encima ponernos estupendos; bastante atragantado se nos puede quedar ya como para darle cancha, pistas. Porque los peores augurios lo habían convertido, ya antes del verano, en la puerta del apocalipsis del que ya sonaban lejanas trompetas: la subida desbocada del precio de la luz, del gas; la inflación agazapada en estos días en que, para más inri, se vuelve a la rutina, al trabajo.

Por cierto que resulta elocuente que la mayor parte de las lenguas romances (travailler, traballar, treballar, trabalhar) hayan tirado del mismo étimo para nombrar esa actividad que retomamos en sePtiembre para ganarnos la vida. Es significativo porque parten de «tripalium», un endiablado potro de tortura que, en su origen, se utilizaba para herrar o marcar a los animales. Benjamin Veschi, en etimologia.com explica muy bien en qué consistía ese suplicio y reflexiona sobre su enorme valor connotativo: «tripaliare».

Llama la atención que haya prevalecido este término figurado frente a «laborare» que se refugió en el mundo agrícola (labrar) y posteriormente en el científico, «laboratorio», en el jurídico, «laboral» , en el académico, «elaborar» o en la vida monástica, «ora et labora».

Cuento todo esto porque servidor también ha vuelto al trabajo y le surgen estas y otras penosas reflexiones; he necesitado unos días y alguna noche para encontrarle algún sentido a mi «tripalium», a mi «labor». No estaría nada mal pararnos a pensar qué nos aporta, en qué medida nos «enriquece» o nos embrutece; si es digno; en qué medida nos define; en qué medida somos lo que hacemos, hasta qué punto nos describe lo que figura, como oficio, debajo de nuestros nombres.

En torno a este tema destaca la obra de un escritor singular, Isaac Rosa. Gracias a sus cuentos de “Tiza roja” o a novelas como “La mano invisible” -llevada al cine por David Macián- entendemos mejor qué es precarización laboral y lo que esta supone. Sus protagonistas mantienen una relación tóxica con lo que hacen, con lo que son obligados a hacer. El oficio, que les daba una identidad, con el que incluso disfrutaban, se convierte en un laberinto, en un -no quiero hacer spoiler- simple espectáculo. Emocionan especialmente las páginas dedicadas a las cábalas del albañil: nunca pensamos en quienes han levantado el edificio en que vivimos, en los que han tabicado, a la intemperie, los espacios en que somos razonablemente felices, engendramos a nuestros hijos, preparamos unos macarrones o incluso morimos.

Los sentimientos que surgen en esa nave industrial en que se entrecruzan y conviven los personajes de la obra también se enrarecen, se deterioran; el miedo, especialmente lo empapa, lo pervierte todo; también la alienación. Con ese factor, el miedo, juega el autor de forma recurrente en “Lugar seguro” o en “El país del miedo”.

Con la literatura de Isaac le viene a uno a la memoria el nombre de José Antonio González, el barrendero fallecido en Vallecas por un golpe de calor; las interinidades eternas, las subcontrataciones de la Administración para no crear empleo público etcétera.

Así como hay gente que dice sePtiembre también hay gente que pone el despertador a las siete y doce. No a las siete y diez o a las siete y cuarto; a las siete y doce. O a las seis y veintitrés. Hay gente que dice incluso «veIntitrés», que se detiene, que se regodea en esa i que la mayoría relajamos, esquivamos, driblamos, obviamos.

En fin.