15 DéC. 2022 EL NO FUTURO DE TÚNEZ Túnez: elecciones sí, democracia no El autor, quien a su proverbial claridad analítica añade su conocimiento «in situ» de la realidad tunecina, ofrece una perspectiva demoledora de un país que, de ser la cuna de las revoluciones árabes de 2011 se ha convertido en su tumba. Bajo un régimen presidencialista que, aupado por la insatisfacción ingenua por sus magros logro, celebra el sábado elecciones. No democracia. (Fethi BELAID | AFP) Santiago ALBA RICO El próximo sábado 17 de diciembre se celebrarán elecciones legislativas en Túnez, las primeras tras el golpe de Estado incruento del presidente Qais Saied, quien el 25 de julio de 2021, como se recordará, cerró manu militari (y después disolvió) el parlamento para asumir a continuación todos los poderes. Desde entonces su obra de demolición de las tambaleantes conquistas democráticas de la revolución de 2011 ha sido tan meticulosa como implacable. En nombre de la «revolución traicionada» y apoyándose en una parte no desdeñable de la población, sobre todo los más jóvenes, secuestró todas las instituciones (desde el Consejo Superior de Justicia a la Alta Instancia Electoral, sin olvidarse de la HAICA, agencia responsable de los medios de comunicación); suspendió (y luego liquidó) la Constitución más progresista del mundo árabe, firmada en 2014 por un gobierno de coalición presidido por los islamistas; emprendió una persecución judicial que incluyó al expresidente Marzouki, acusado de «traición a la patria», así como a buena parte de la oposición, especialmente a los miembros del partido Ennahda, imputados por terrorismo y/o corrupción. Ha destituido asimismo a jueces, funcionarios e incluso a alcaldes elegidos libremente en las urnas; y, según Amnistía internacional, en los últimos dieciocho meses ha procesado a -por lo menos- 29 personas, algunas ante tribunales militares, «por infracciones ligadas a la libertad de expresión». El pasado mes de julio, con ocasión del primer aniversario de su putsch y tras una parodia de consulta popular online, Saied celebró un referéndum en el que, con apenas el 30% de participación, se aprobó una nueva Constitución que reconsagra el viejo presidencialismo del régimen de Ben Ali, debilita la división de poderes y deja fuera todos los derechos fundamentales, incluidos los relativos a la igualdad de género, confiados a futuras leyes específicas. Túnez, cuna de las revoluciones árabes de 2011, símbolo de una precaria pero esperanzadora «transición democrática», es ahora ya la última tumba de esa conmovedora sacudida que derribó dictaduras y descongeló a los pueblos de la región. La Unión Europea y los EEUU, que han invertido millones de dólares en sostener la transición y que, tras el golpe de 2021, se mostraron abiertamente disgustados, han acabado por aceptar los hechos y empiezan a resignarse una vez más a un régimen autoritario que juzgan preferible a la inestabilidad local y regional y que, en todo caso, parece dispuesto a garantizar, pese a su demagogia soberanista, los intereses occidentales en la zona. Así lo indican el apoyo de Macron a Saied el pasado mes de noviembre, durante la cumbre de la Francofonía celebrada en la isla de Jerba, y la visita prevista para esta misma semana del presidente tunecino a EEUU, en respuesta a una invitación de Joe Biden. No menos elocuente es la reciente firma de un acuerdo con el FMI (por valor de 1200 millones de dólares), acuerdo que salvará al país de la bancarrota inmediata, pero que lo condenará a medio plazo, como ha denunciado el sindicato UGTT, a un deterioro mayor de las condiciones de vida de la mayoría social, ya al borde del colapso. En este contexto de crisis económica aguda, con desabastecimiento de productos de primera necesidad, inflación oficial del 10% y bajísimos salarios, las elecciones del sábado consumarán la involución del proceso democrático emprendido en Túnez con la revuelta popular y la asamblea Constituyente de 2011. Boicoteadas por casi todos los partidos políticos, con los que Saied se niega a dialogar, la nueva ley electoral impone listas uninominales que concurrirán en circunscripciones muy pequeñas (barrios o pueblos). Algunos datos son en sí mismos reveladores: frente a los 15.737 candidatos de 2019, ahora solo hay 1055, de entre los cuales solo 121 mujeres; en muchos de los distritos se presenta un único candidato, por lo que no habrá ninguna clase de «elección», y en siete de ellos no se presenta ninguno, de manera que, como dice Raja Jabri, presidente de la asociación Murakibun (dedicada a vigilar los procesos electorales), «por primera vez habrá escaños vacíos el día de la apertura del Parlamento». En cuanto a la visibilidad mediática, el “democratismo radical” de Qais Saied impone una paradójica presencia igualitaria en prensa y televisión de todos las candidaturas, lo que hace materialmente imposible la cobertura de la campaña, como ha denunciado la NAFCC (Asociación de Corresponsales Extranjeros en Africa del Norte). Por ejemplo: no está permitido entrevistar a una sola persona; hay que hacer 1058 entrevistas, tantas como candidatos, o someterse a los resultados de un sorteo institucional que escoge (e impone al medio interesado) el nombre de los entrevistados. En todo caso, da un poco igual porque la campaña se ha vaciado de entrada de cualquier contenido político. Los candidatos, en efecto, solo pueden hablar de sus proyectos locales y, si pertenecen a alguno de los pocos partidos que no se han sumado al boicot, tienen prohibido mencionar su filiación y su programa «partidista». A esto se añade que los participantes, a los que se niega toda ayuda institucional, pueden recibir, en cambio, aportaciones privadas para sus campañas. Todas estas condiciones determinan, como declara el analista Bousalem Boulbaba a Al Jazeera, que los nuevos candidatos «jueguen sus bazas y limiten su representación al nivel familiar, tribal o de clan». Puede imaginarse la composición y capacidad de decisión de una Asamblea sin partidos y sin experiencia política nacional cuyos proyectos de ley pueden ser además revisados por el presidente de la República. Como he explicado otras veces, Túnez hizo en muy pocos años, como en microondas, el recorrido que Europa realizó en 200. En 2011 hizo la revolución francesa, a la que siguió una transición a la española o a la polaca, incluidas las amenazas de golpe de Estado, y a partir de 2015 un bipartidismo pactado entre un partido vinculado al «ancien régime» y los postislamistas de Ennahda, fuerza mayoritaria en el Parlamento durante casi una década. Luego, en 2019, se impusieron el populismo y la antipolítica a través de la figura de un jurista marginal que, en nombre de la revolución y en un clima de descrédito institucional, sin partido ni financiación, logró una amplia mayoría en las presidenciales. Desde el palacio de Cartago, en julio de 2021, como hemos dicho, Qais Saied, una especie de Gadafi triste y solemne, convencido de su misión salvífica, se hizo con todos los poderes, involucrando por primera vez al ejército en un cambio de régimen. Su discurso revolucionario sedujo a muchos de esos jóvenes a los que las élites habían «robado» la revolución; sus medidas contra Ennahda le granjearon además el apoyo o el silencio inicial de algunos de los partidos e incluso del sindicato UGTT. En esta zona del mundo -como vimos en Egipto- la islamofobia ha unido siempre a las élites económicas, los nacionalistas árabes y la izquierda radical. En 2019, las cosas iban mal y tres años después van mucho peor. Los jóvenes, otra vez abocados al paro y la pobreza, empiezan a alejarse de un hombre que no ha cumplido ninguna de sus promesas y bajo cuya gestión autocrática la economía, ya en crisis, no ha hecho sino empeorar. En cuanto a las élites laicas del país, se encuentran, sí, con un presidente enfrentado a Ennahda, como lo estaba el derrocado Ben Ali, pero que en realidad es aún más conservador y religioso que el partido al que combate y que, al contrario que los postislamistas, está más cerca de Arabia Saudí que de Turquía. La pregunta es quién sostiene a Qais Saied. Muchos pensaban que, aislado como estaba, desconectado tanto del «Estado profundo» (es decir, del ministerio del Interior) como de las viejas élites del benalismo, y sin el apoyo de la UE y EEUU, la aventura de Saied iba a durar poco. Hoy vemos que no es así. Aunque no se pueda descartar completamente, la posibilidad de un golpe es más remota que hace un año. Lo único que se puede descartar por el momento, pase lo que pase, es la vuelta a la democracia. Entre tanto, a la espera de los kafkianos comicios del sábado, la mayor parte de los tunecinos, desesperados o desencantados, piensan sobre todo en marcharse del país. Por supuesto estamos hablando de esos sectores socialmente desfavorecidos que nutren la emigración clandestina, cuyo incremento en el último año ha sido del 18% (13.000 tunecinos han llegado en patera a las costas de Italia) y que constituye ya, como explicaba bien France24 en un reciente reportaje, «un proyecto familiar» aireado abiertamente en las redes. Pero no solo los más pobres quieren huir. Ahora ese «proyecto» es ya también el de las clases medias, que movilizan sus últimos recursos para intentar trasladarse a Europa, EEUU o Canadá, donde quizás les espera ya algún miembro de la familia. En medio de la crisis económica, es este proyecto de fuga de las clases medias el que explica el aumento de las matrículas en escuelas oficiales de idiomas -incluido el instituto Cervantes- y el clima de «desenganche» emocional respecto de un país que hace diez años creyeron poder transformar y del que hoy no esperan nada. Ni siquiera una victoria futbolística. Los comicios tienen el boicot de casi todos los partidos políticos, con los que el presidente Saied se niega a dialogar Túnez hizo en muy pocos años el recorrido de Europa en 200. En 2011 hizo la revolución francesa, a la que siguió una transición a la española, y en 2015 un bipartidismo entre un partido del ancien régime y los postislamistas . En 2019, se impusieron el populismo y la antipolítica. Hasta hoy.