GARA Euskal Herriko egunkaria

Agramonteses y beaumonteses, la lucha que sentenció a Nafarroa

Agramonteses y beaumonteses. Dos bandos, dos grupos de intereses, dos formas de entender el reino que en los siglos XV y XVI se enfrentaron en una lucha cainita azuzada por las monarquías vecinas que terminó favoreciendo la conquista española de Nafarroa. Una exposición analiza este fenómeno.


Agramonteses y beaumonteses, y la lucha cainita que terminó favoreciendo la conquista española de Nafarroa es el eje de la exposición que hasta el 26 de febrero de 2023 puede visitarse en el Archivo General de Nafarroa.

La muestra nos acerca a la convulsa época que vivió el viejo reino en los siglos XV y XVI a través de paneles informativos y la exhibición de 63 documentos procedentes de archivos de Nafarroa, el Archivo General de Simancas y de los Archives Départementales des Pyrénées-Atlantiques.

Mediante la combinación de esta información, la exposición busca explicar el origen y desarrollo de dos bandos que «escindieron la sociedad navarra en dos realidades antagónicas que alteraron la convivencia, asolaron la tierra, desestabilizaron la monarquía y condicionaron el futuro del reino», se detalla.

Curiosamente, el origen de ese enfrentamiento se fraguó en una época considerada como un remanso de paz en la historia de Nafarroa: el reinado de Carlos III el Noble. Influido por sus vivencias en Francia, el soberano navarro quiso imitar a la Corte gala mediante la concesión de títulos nobiliarios novedosos para el reino, como el condado de Lerín.

Esa nueva nobleza se fue formando con miembros de ramas colaterales y bastardas de la familia real, como los Beaumont y los Peralta/Navarra, y que se sumaron a la nobleza ya existente en el reino, que en ocasiones se había enfrentado entre sí en busca de hegemonía social.

Si ya existían mimbres para una lucha entre nobles ambiciosos, el “casus belli” terminó llegando con la muerte de la heredera de Carlos III, la reina Blanca, y su testamento contrario al Fuero. Al fallecer Blanca, le tenía que suceder Carlos, el príncipe de Viana, pero en sus últimas voluntades, estableció que antes de ser coronado, debía contar con el beneplácito de su padre.

Ese progenitor era el rey consorte de Nafarroa Juan II, más adelante soberano de Aragón y con una ambición sin límites que le había llevado a pelear sin cuartel en los reinos vecinos por unas cuitas personales en las que embarcó a Nafarroa. Y Juan aprovechó ese resquicio para impedir el acceso al trono de Carlos, negándole un visto bueno que el príncipe no necesitaba.

Mientras su padre luchaba por sus asuntos castellanos y aragoneses, durante nueve años, el príncipe de Viana rigió el reino que legítimamente le correspondía como lugarteniente. Pero cuando a Juan II le fue mal en ese terreno, regresó a Nafarroa y empezó a gobernar como rey, desplazando a su hijo y favoreciendo a los nobles que le respaldaban, especialmente los agramonteses, con Pierres de Peralta a la cabeza.

Con el padre o con el hijo

Carlos se sintió humillado y decidió ejercer por fin sus derechos a la corona. El enfrentamiento estaba servido y los nobles se alinearon con el hijo o con el padre. El primero en alzarse en favor del príncipe fue el señor de Luxa en Donibane Garazi; por eso en un primer momento se hablaba de lusetinos contra agramonteses, pero más adelante los Beaumont tomaron el liderazgo del partido de Carlos.

Los demás linajes se fueron alineando con uno u otro bando: con los Artieda, Luxa, Ursua, Zabaleta, Amezqueta o Saint-Pé, por los beaumonteses; y los Peralta, Navarra, Alzate, Ezpeleta, Garro, Echauz y Mauleón, por los agramonteses.

Esa división se trasladó al territorio del reino, con el norte controlado por los beaumonteses y el sur dominado por los agramonteses. Esa segregación se plasmó incluso en dos administraciones paralelas que recaudaban impuestos separadamente y que impartían justicia en sus propias jurisdicciones. Como el príncipe controlaba Iruñea, heredó las infraestructuras del reino, mientras que la parte gobernada por Juan II tuvo que reconstruir una administración y lo hizo en Tafalla, donde se encontraba la princesa Leonor, la única de sus hijos que le apoyaba.

Esta situación provocó que los impuestos dejaran de recaudarse regularmente y que el patrimonio regio fuese enajenado en favor de los nobles de cada bando para conservar lealtades o ganarse nuevas. Esto envalentonó a los nobles, que llegaron a comportarse «como auténticos malhechores feudales destruyendo, quemando y robando», según se recoge en la exposición.

La victoria en el enfrentamiento fue para Juan II, que llegó a hacer prisionero a su hijo en la batalla de Aibar de 1451. Durante diez años se sucedieron los acercamientos y los alejamientos entre ambos, hasta que en 1461 fallecía Carlos, con rumores de que podría haber sido envenenado por su padre a instancias de la segunda esposa del soberano, Juana Enríquez, madre de Fernando el Católico. Tres años más tarde, y con las mismas sospechas de ser eliminada por su padre, falleció la infanta Blanca, fiel seguidora de su hermano Carlos.

Mientras Juan II atendía los asuntos de la Corona aragonesa, en Nafarroa gobernaba como lugarteniente la última hija de Blanca, a la que se acercaron los beaumonteses tras quedarse sin candidatos reales al trono. Y parecieron fructificar esos esfuerzos, hasta que Leonor se reconcilió con los agramonteses, siempre fieles a Juan II, a pesar de que Pierres de Peralta mató al obispo de Iruñea, Nicolás de Echávarri.

Entonces entró en escena Fernando el Católico, que supo ganarse a los beaumonteses para desestabilizar desde dentro Nafarroa, sobre la que ejercía una especie de protectorado mientras se iban sucediendo los reyes. A los 23 días de morir Juan II, falleció su heredera Leonor, a quien le sucedió su nieto Francisco Febo durante cuatro años, hasta que en 1483, tras su repentina muerte, su hermana Catalina se convirtió en reina. Esos sucesores de Juan II contaron con el apoyo de los agramonteses.

La sombra de Fernando el Católico era tan alargada que el conde de Lerín se atrevió incluso a frenar la coronación de Catalina y su esposo Juan de Albret en la catedral de Iruñea. Pero al fallecer Isabel I de Castilla en 1504, el rey aragonés tuvo que dejar ese reino en manos de su hija Juana la Loca y de Felipe el Hermoso.

El conde de Lerín se vio solo, pero no cambió su actitud agresiva respecto a los soberanos navarros y se sublevó en 1506, lo que fue aprovechado por Catalina y Juan para derrotarlo y expulsarlo del reino al verse libres de la amenaza que siempre había supuesto Fernando el Católico.

Pero la repentina muerte de Felipe el Hermoso -otra más que endosar como sospechosa a la cuenta del rey de Aragón, siguiendo la estela de su padre Juan II-, fue aprovechada por Fernando para encerrar a su trastornada hija y hacerse con las riendas de Castilla y, ya sí, plantearse la conquista de una Nafarroa plenamente pacificada una vez desterrado el conde de Lerín.

En esa agresión contó con el apoyo incondicional de Luis de Beaumont y su partido, que colaboró muy activamente con los invasores españoles, a los que se enfrentaron los agramonteses en defensa de sus soberanos y de la independencia del reino.

Aunque esta afirmación no deja de ser genérica, porque hubo beaumonteses que lucharon por Catalina y Juan, y agramonteses que se alinearon con el Fernando el Católico, como el cabeza del linaje, Alonso Carrillo de Peralta y Acuña, al que el rey español concedió el título de marqués de Falces dentro de su política de ganarse al bando que tanto había peleado por su padre Juan II.

Por defender la independencia de Nafarroa, los agramonteses sufrieron la represión de los españoles, que no cesaron en su empeño de intentar ganárselos a base de “perdones”. Y los antiguos perdedores de la guerra civil tampoco se beneficiaron tanto como esperaban de su colaboración en la conquista del reino, ya que los beaumonteses vieron cómo los españoles se hacían con el control total de Nafarroa y tampoco les dejaban que se hicieran demasiado fuertes.

Así que, finalmente, aunque los dos bandos ganaron en determinados momentos, en el fondo ambos terminaron perdiendo, puesto que, tras la conquista, no volvieron a tener la misma influencia de la que habían gozado.

Pero la gran damnificada de esa lucha cainita fue Nafarroa, ya que de ser un reino europeo plenamente consolidado a comienzos del siglo XV, terminó perdiendo su independencia a manos de aquellos que supieron explotar esas rivalidades entre navarros en beneficio propio.