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Escocia y la independencia


Escocia es un país lento en cuanto a cambios constitucionales y el ritmo se ve siempre obstaculizado por la hostilidad y el doble juego del Gobierno británico de turno. Nuestro Parlamento fue suspendido (no abolido) en 1707 y no volvió a reunirse hasta 1999. Fueron necesarios dos intentos a lo largo de casi 25 años -y dos referendos- para conseguir una transferencia limitada de algunas competencias legislativas, a pesar de la victoria democrática del primer referéndum.

El deseo de autodeterminación puede ser universal, pero todos los movimientos nacionales son diferentes. Cómo y en qué medida avanzan depende de las estructuras y circunstancias en las que se expresa esta reivindicación. El lento pero constante avance de Escocia hacia el restablecimiento de su autogobierno ha sido completamente pacífico y democrático durante doscientos años y eso no va a cambiar.

La presión a favor de un mayor grado de responsabilidad administrativa y legislativa en Escocia surgió públicamente con la creación de la Asociación Nacional para la Reivindicación de los Derechos Escoceses en 1853 como reacción a lo que se consideraba -puede resultar extraño recordarlo- un trato más favorable a Irlanda por parte de Westminster.

Con el tiempo surgieron diversas iniciativas que para los años sesenta contaban con el apoyo, parcial, de partidos británicos que consideraban que la gobernanza de Escocia en algunos asuntos internos sería mejor llevada a cabo más cerca de la ciudadanía. Esta idea entró en conflicto con otras dos: una era la reivindicación de la independencia total y la otra una pequeña pero ruidosa oposición a cualquier cambio. La resolución de estas tensiones ha sido la cuestión dominante en la política escocesa durante el último medio siglo.

El referéndum de independencia de 2014 fue consecuencia de que el SNP consiguió en 2011 mayoría absoluta en un sistema electoral proporcional, tras su gobierno en minoría de 2007.

Westminster, bajo el primer ministro David Cameron, acabó aceptando que Escocia tenía derecho a consultar a sus ciudadanos sobre su propio futuro constitucional.

El apoyo a la independencia creció durante los dos años de campaña desde menos del 30% hasta un máximo de algo más del 50% poco antes de la votación. Los principales partidos británicos se entregaron a una avalancha de alarmismo y prometieron que votar «no» supondría «un cambio más rápido, más seguro y mejor que la separación».

Por supuesto, no ha sido así. Ha ocurrido lo contrario, ya que los gobiernos tories, cada vez más derechistas, con escasa oposición laborista o liberal, han tratado de socavar la autonomía, un proceso exacerbado por el Brexit que fue (y sigue siendo) rechazado abrumadoramente por el pueblo escocés, pero que fue igualmente impuesto.

En las elecciones escocesas de 2016, seis semanas antes del referéndum sobre el Brexit, el SNP declaró explícitamente en su programa que cualquier intento de sacar a Escocia de la UE en contra de su voluntad sería motivo de un nuevo referéndum de independencia. No obstante, el Gobierno del SNP intentó adoptar una posición constructiva, tratando de asegurar al menos un compromiso como el que el Protocolo prevé para Irlanda del Norte.

La vía del acuerdo constructivo fue rechazada repetida y despectivamente por los conservadores, que han incumplido las promesas hechas a Escocia durante el referéndum de independencia de 2014 y siguen recortando las limitadas competencias del Parlamento escocés con la intención de revertir tanto como puedan la devolución.

Lejos de aceptar el derecho democrático del pueblo escocés, refrendado en todas las elecciones desde 2014 y por mayoría en el Parlamento escocés, a elegir la forma de gobierno que mejor se adapte a sus necesidades, todos los partidos del Reino Unido se han negado a cooperar para que se celebre un segundo referéndum sobre la independencia, respaldados ahora por la sentencia del Tribunal Supremo confirmando que Westminster debería aprobarlo para que el referéndum fuera legal.

La primera ministra de Escocia confirmó el año pasado que, si Tribunal Supremo fallaba en contra del Gobierno escocés, se considerarían unas futuras elecciones como un plebiscito sobre la independencia. El SNP está elaborando planes para hacer precisamente eso, con una conferencia especial para decidir si lo hace en unas elecciones generales a Westminster o en unas elecciones al Parlamento escocés.

Ambas opciones tienen ventajas e inconvenientes, pero si el Gobierno del Reino Unido ha bloqueado la vía para respetar mandato del pueblo escocés, es esencial que se elija una de ellas y que el pueblo escocés pueda expresar su opinión.

La Unión de 1707 fue una unión voluntaria consentida por ambas naciones. Ambos lados del debate lo confirmaron en repetidas ocasiones durante el referéndum de independencia de 2014. Por lo tanto, debe haber una forma de disolver tal unión voluntaria, pero la negativa de los partidos del Reino Unido a explicar ese camino es una mancha en la democracia del Reino Unido.

Existe una renovada determinación en el Gobierno escocés del SNP/Verdes de garantizar el derecho de Escocia a elegir cómo desea ser gobernada. Las encuestas sugieren que la opinión mayoritaria desde la decisión del Tribunal Supremo se ha movido a favor de la independencia, tras un tiempo en el que han estado alrededor del 50/50. Una campaña enérgica e informada, ilustrada no sólo por el Brexit sino por la toxicidad de la actual dirección conservadora y la repetida impotencia de los laboristas británicos, que ahora apoyan el Brexit, marcará la diferencia y debe ponerse en marcha una vez que el partido y el movimiento independentista hayan decidido en qué elecciones se va a celebrar un plebiscito sobre la independencia.

Escocia es una nación culta, productiva y con buenos recursos. No tiene temor a hacer su propio camino en el mundo y eso se demostrará rotundamente cuando se logre.

Y se logrará.