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Nacionalismo portugués y nacionalismo de los otros


Hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, el medio de transporte trasatlántico habitual era el barco. Por esta razón, los paquebotes, aparte de su interés utilitario, tenían también otro simbólico, ya que de hecho eran conspicuos exponentes de la identidad de cada país. Era normal por ello que sus nombres reflejaran su carácter nacional. Así, en la Alemania imperial anterior a la guerra de 1914-18 teníamos, por ejemplo, el Kaiser Wilhelm der Grosse o el Kaiserin Augusta Victoria. En la Italia de Mussolini que, no lo olvidemos, aún era una monarquía, teníamos el Rex y el Conte di Savoia. En el Reino Unido, los archiconocidos Queen Mary y Queen Elizabeth. La Compañía Trasatlántica Española tenía el Alfonso XIII y el Infanta Isabel de Borbón. Y la Francia republicana el France y el Ile-de-France.

En los años sesenta y setenta del siglo veinte, con el tráfico marítimo de pasajeros ya en plena decadencia, todavía tenía Portugal una estupenda flota de paquebotes repartidos entre la Companhia Nacional de Navegação y la Companhia Colonial de Navegação; con nombres tan rimbombantes como Infante Dom Henrique, Imperio y Príncipe Perfeito. Porque, en realidad, Portugal era entonces un imperio, con vastas posesiones africanas donde su ejercito mantenía una guerra colonial contra movimientos revolucionarios como el Movimiento para la Liberación de Angola (MPLA), o el Frente de Liberación de Mozambique (Frelimo). Un imperio que había tenido su origen a finales del siglo XV, precisamente bajo los auspicios del susodicho Infante don Enrique.

Muchas veces he imaginado a los militares portugueses en la madrugada del 25 de abril de 1974, hechos un manojo de nervios, atentos a la radio por si se emitía la famosa canción de José Alfonso, que era la señal para iniciar el golpe que iba a derrocar a la dictadura. No sé si en aquel momento serían conscientes de todas las cosas que sucederían en poco tiempo, empezando por una auténtica explosión de júbilo popular, júbilo de un pueblo que ponía claveles rojos en los fusiles de los soldados porque nunca habían sentido hasta entonces que aquel ejército era el ejército del pueblo. Un ejército que, poco después, se retiró de las colonias africanas, poniendo fin a la guerra y dejando vía libre a que estas se convirtieran en países independientes, con lo cual Portugal dejó de ser un imperio para pasar a ser, lisa y llanamente, un pueblo. Era precisamente «El pueblo», O povo, la palabra más repetida en aquel entonces.

Estoy convencido de que, entre la cantidad de cosas que cambiaron el 25 de abril, una de las más importantes fue que, a partir de entonces, el nacionalismo portugués pasó de ser un nacionalismo de imperio a ser un nacionalismo de pueblo. Nunca habían estado en Portugal tan próximos el concepto de nación y el de pueblo. Porque, con todos los matices que se quiera, a partir de entonces ser portugués significó, antes que nada, pertenecer al pueblo portugués.

Hay definiciones de nacionalismo para todos los gustos. Yo soy de los que piensan que ser nacionalista no es más que sentirse referente con respecto a un determinado marco territorial y a todo su bagaje. Por eso creo que no hay nadie que, de una u otra forma, no sea nacionalista. La cuestión, por tanto, no es ser o no ser nacionalista, sino qué tipo de nacionalista eres: un nacionalista de imperio, fundamentado en la supremacía de tu nación frente a otras naciones o pueblos, casi siempre al servicio de intereses oligárquicos; o un nacionalismo de pueblo que mira a los otros pueblos con respeto, de igual a igual.

Pero la identidad nacional de un país no se cambia tan fácil: en Portugal fue necesario un golpe militar que echara abajo una dictadura de décadas. En otros países también se han llevado a cabo fenómenos rupturistas de uno u otro tipo. En España, por ejemplo, el 14 de abril de 1931 con la instauración de la República. Dicho de forma inversa, me parece difícil cambiar la identidad nacional hegemónica de un país sin que en el mismo se produzca una ruptura política. Y esto no es un tema baladí, porque la identidad nacional es una formidable fuerza subjetiva que, a su vez, ejerce una influencia enorme en las decisiones políticas que en dicho país vayan a adoptarse.

Estamos viendo, cada vez de forma más patente, que la extrema derecha está marcando el paso en la conformación de la identidad nacional española. Un nacionalismo de imperio venido a menos, nostálgico de «glorias imperiales», la mayoría de ellas cuestionadas y denostadas por otros países. Sabemos, y la izquierda española también lo sabe, que el 12 de octubre fue el comienzo de un expolio genocida; que la Legión combatió en el norte de África a las ordenes de Franco y de Millán Astray en una guerra colonial; que los Tercios de Flandes cometieron un sinfín de tropelías y que dejaron muy mal recuerdo allá por donde pasaron; o que la monarquía española, sea austríaca o borbónica, tiene un historial nada presentable.

Sabemos también que muchos españoles que se tienen por izquierdistas, e incluso por marxistas, comparten gran cantidad de elementos ideológicos con el nacionalismo de imperio venido a menos auspiciado por la extrema derecha fascista; por desgracia ignorando que en esta vida todo tiene uno u otro carácter de clase incluido el propio nacionalismo; o que muchos líderes revolucionarios, como por ejemplo Ho Chi Minh y Fidel Castro fueron, aparte de comunistas, fervientes nacionalistas de sus pueblos. Y lo mismo podemos afirmar de multitud de líderes revolucionarios negros, para quienes el continente africano era una auténtica referencia nacional. Peor para todos esos izquierdistas españoles nacionalistas de imperio, y peor también para nosotros, porque mientras esta izquierda no consolide un ideario nacional propio, a la medida del pueblo y no del fascismo, por mucho que se empeñe siempre estará ideológicamente cautiva y desarmada.