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Náufragos nada, turistas todo


Sarah se abrazaba a su madre y la miraba con sus ojos grandes a ver si atisbaba un hilo de esperanza en su rostro ausente. Los ojos negros de Sarah, profundos, inteligentes, entendieron que su madre se había rendido. Sólo esperaba el momento de morir junto con su hija, que ya no lloraba tampoco. Con las lágrimas agotadas también esperaba a la muerte abrazada a su madre.

La bodega oscura y fría, con el agua hasta los riñones, había sido un rato antes un infierno pestilente. Tras cinco días de travesía, hacinadas en ese espacio metálico, en esa parte del barco que va por debajo del agua, sin comida ni nada de beber, pues los traficantes la habían requisado al embarcar, los gritos y la desesperación dejaban paso al hedor.

Un olor insoportable.

Mezcla de sudor, vómito, orín, heces… cadáveres y miedo. El miedo también huele muy mal. Huele fatal.

A las mujeres y los más de cien niños nos llevaron directamente a la bodega del barco, para protegernos, se supone. Porque arriba se arremolinaban varias centenas de hombres. Quinientos o seiscientos.

Una barbaridad para estas cuatro latas de pesquero en desuso. Entre esos hombres había muchos nobles y valientes. Buenos y solidarios. Otros, sin embargo, eran mezquinos y miserables. Rotos por el dolor. Insensibles al dolor ajeno. Capaces de dañarnos a cambio de su propia satisfacción desesperada.

Para protegernos de ellos nos llevaron a la bodega. Tumba fría de agua salada.

La travesía fue mala. Estómago revuelto, hambre y sed. Labios agrietados, cuerpo acartonado y seco. Pero la última hora, los últimos minutos, lenta agonía en la oscura bodega de un barco herido.

Todavía había quien luchaba hasta el final. No sé si por instinto de supervivencia o por puro miedo o por tratar de salvar a sus hijos. Lucharon hasta caer rendidas. Sin embargo, unas pocas nos abandonamos y esperamos, cogidas de la mano de nuestras hijas, a que el agua inundara nuestros pulmones poniendo fin a esta vida de dolor y castigo.

La gran Europa nos abandonó a nuestra suerte. Igual que los dioses de todos los colores a los que clamábamos en nuestras oraciones. Otra suerte correrían esos turistas que gastaron sus millones en buscar un selfie con el Titanic hundido de fondo.

El mundo fue presto a salvarlos. Cinco adultos perdidos en un submarino de lujo jugándose la vida por capricho con el dinero que les sobra. Cinco vidas retransmitidas en directo en todas las televisiones. Todo el mundo conoce sus nombres, su origen. Mientras que de nosotras no se sabe ni el número de muertas. 700 u 800, como si cien arriba o abajo no contara. Total, ya somos miles los muertos en el mediterráneo. Sin nombre, ni edad, ni sueños.

Curiosas matemáticas donde cinco es más que 750. Donde va a parar, salvar a cinco turistas viste más, queda mejor, que salvar a cientos de seres apiñados al clavo ardiendo de la esperanza de llegar a la otra orilla.