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No perder la calle


Si hay algo que el feminismo no se puede permitir es el hecho de perder la calle, porque eso supone perder la legitimidad social. Alrededor de los feminismos no hay grandes multinacionales, ni grandes medios de comunicación, ni lobbies poderosos. Detrás de nuestras consignas, no hay marketing, sino todo un proceso de teorización que consiguió calar en miles de personas que avalaron que solo sí es sí, porque si hubo una demanda social clara, una urgencia, era trabajar para erradicar la violencia machista. Y eso es parte de lo que el nuevo feminismo institucional no ha sabido explicar. Por eso, si perdemos la calle, perdemos nuestra capacidad de movilizar, de convencer, lo que repercute en las urnas y en las posibilidades de materializar las propuestas políticas para transformar el mundo. El capital político con el que contaba el feminismo institucional no era suyo, era nuestro, y a su vez, en esta legislatura el feminismo institucional que venía de la calle, ha dejado de sentirse como nuestro por una parte significativa de la población feminista. En las formaciones, cada vez más mujeres preguntan sobre la deriva institucional, sobre qué es el género, sobre si es autodeterminación o lo que facilita la violencia. Lo preguntan mujeres feministas que no entienden las políticas feministas de los últimos años. Creo que tenemos responsabilidades compartidas porque el feminismo no le pertenecía a ningún partido, pero todos se hicieron feministas y alguno se arrogó el título de «el más feminista». Nunca me han gustado las comparativas porque siempre tienen algo de maniqueo, y caracterizar el feminismo según intensidades, es lo mismo que caracterizar al machismo de micro o de un poco o un mucho, como si los valores éticos pudieran graduarse. Pues mire usted, yo hoy me he levantado un poco feminista. Ser feminista implica más que una actitud, supone una reflexión ética que inunda nuestra manera de estar y sentir en el mundo, pero que debe de trasladarse a la propuesta política.

Recientemente, en una entrevista, el presidente Sánchez explicaba que los hombres de 40 a 50 años se sienten incómodos con el feminismo y pedía un feminismo integrador, obviando que el mismo, al cuestionar nuestro marco de creencias, debe incomodarnos. No hay bálsamo antipatriarcal. No es el feminismo el que tiene que ser integrador, sino que todos los partidos y la sociedad en su conjunto deben integrar el feminismo como valor ético. El orden de los factores importa y, sobre todo, altera el producto. No somos una religión que busque adeptos, sino un movimiento social con aspiración a dejar de existir.

Hace poco un joven cercano a mí me hablaba de que a él se le han impuesto los derechos porque no le han dado la oportunidad de consensuarlos, y me pareció increíble, pero también clarificador del momento actual, del triunfo de la individualidad. Fue fácil explicarle, con el ejemplo del derecho al aborto, que los derechos son una garantía, pero no una obligación en lo personal. Los derechos no son una caja estanca, sino que sufren modificaciones, e incluso retrocesos, adaptaciones a un mundo cada vez más tecnológico, donde la bioética tiene que ayudarnos a poner límites, porque no todo lo que es posible a nivel tecnológico, es directamente algo que debamos considerar como aceptable. En este apartado, la mercantilización de los úteros y los cuerpos de las mujeres requiere una especial atención.

El feminismo, o si lo quieren, los feminismos han abierto una disputa para ensalzar lo que nos diferencia y conducirnos a un lugar desértico. Mientras nos hemos ido mandando callar por blanca, por no puta o no la puta que debe hablar, por racializada, pero no lo suficiente…, la violencia política, que tanto hemos criticado, se instaló entre nosotras. Resulta fácil vetar a feministas de diferentes corrientes, y, sin embargo, es tremendamente fácil aupar a los machirulos a los gobiernos. Ser abiertamente machista no tiene sanción, sin embargo, el coste de ser feminista lo hemos encarnado siempre, no es algo novedoso. La cuestión es que llevamos tiempo repercutiéndonos ese coste entre nosotras, alegrándonos de que feministas históricas perdiesen sus cargos y con ello la capacidad de influir en los espacios de poder en los que estaban. Feministas de diferentes corrientes han sido cesadas o han sido canceladas mientras se aplaudía, desde algunos sectores, porque creían que así otros feminismos llegaban al poder. Nunca me alegraré de que mujeres feministas, esté más de acuerdo con sus posicionamientos o no, no estén en los espacios de poder, porque si no están ellas, las posibilidades de que se produzcan los ansiados cambios se esfuman. Prefiero discutir con ellas, porque si ellas no están, la agenda contrafeminista se acelera. En estos días he leído muchos artículos en los que se hacía referencia a que hemos llegado demasiado lejos. Es algo recurrente en los discursos patriarcales y en los negacionistas. Así, mientras nosotras no sabíamos explicar los cambios impulsados por el autoproclamado «gobierno más feminista», los incel (heteros solteros «obligados» a la soltería), los de foro coches; los de echarle huevos al futbol (al parecer eso no tiene marca de sexismo), los de la violencia intrafamiliar, los que dicen que no importa cómo se nombre, los que creen que hay que proteger a «sus mujeres», porque solo ellos pueden violarlas (acuérdense de Trump y el discurso contra los migrantes que venían a violar), los que creen que se puede ser putero y respetar a las mujeres, los de la gestación subrogada como «técnica reproductiva» y los que creen que sus derechos se basan en lo que pueden hacer con otras han ido ganando espacio y peso. No todo es responsabilidad nuestra, como señalaba no somos la gran multinacional, pero precisamente por eso no podemos alejarnos de la calle, de la gente de a pie, porque no habrá revolución feminista sin ella.

Quizás, ahora que vienen los que de un plumazo destruyen derechos, consigamos ver que los ataques intrafeministas solo nos debilitan a nosotras y a las posibilidades de seguir cambiando el mundo.