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CRÍTICA: «TIERRA DE NUESTRAS MADRES»

La meseta animada


A título personal, confieso que sea una cabra la encargada de ejercer como narradora me conquista, una declaración de intenciones que coloca a “Tierra de nuestras madres” en ese sugerente y peligroso territorio llamado surrealismo y en el que todo es posible. Acorde a una fisonomía envuelta en polvo y piedra, la película nunca elude su afinidad al discurso arrebatador e insurgente que promulgó José Luis Cuerda con su inimitable “Amanece que no es poco”. El debut en el largometraje de la directora y productora Liz Lobato funciona acorde a las pulsaciones de sus personajes, los cuales han sido encarnados por los propios habitantes de un pequeño pueblo que sirve como ejemplo para clarificar todo lo que se remueve en una de estas localidades que están siendo pasto del olvido.

PIEDRAS Y REIVINDICACIÓN

En esta meseta de soledades compartidas emerge una historia de resistencia y reivindicación manchega cuya premisa tiene que ver con las tribulaciones de un Ayuntamiento que está sumido en deudas y sobre el que pende la amenaza real de unos chinos que están dispuestos a comprar su encantador y pedregoso terreno. Todo ello envuelto en una hermosa e hipnótica fotografía en blanco y negro firmada por Ismael Blanco. Decía que son los propios habitantes de Villacarrizo quienes se interpretan a sí mismos, pero no hay que olvidar que en la pantalla quien la gobierna es la presencia del veterano Saturnino García, cuyo rostro está tan agrietado como el terreno que pisa su personaje, una mujer nonagenaria que vive con su hijastro con discapacidad, su borrico y su cabra. En todo momento, la película se reivindica como un saludable ejercicio de autor y un estilo que nos recuerda, en cierta manera, a ese tipo de cine fordiano en el que sus personajes parecen surgidos de las mismas entrañas de la tierra sobre la que fueron paridos.