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EDITORIALA

La tortura no es un escándalo por las miserias que destapa


El testimonio es estremecedor y nadie que tenga un mínimo de humanidad puede mostrarse impasible: «Las personas detenidas fueron obligadas a realizar esfuerzos físicos hasta la extenuación, fueron privadas de alimentos y agua, sus cuerpos fueron electrocutados y quemados, les orinaron encima y sufrieron agresiones sexuales, siendo constantemente humilladas. Se ha confirmado que M.N.W.A. murió por las torturas». Son los hechos confirmados por Euro-Med Human Rights Monitor en relación a los gazatíes arrestados por las Fuerzas de Seguridad israelíes tras el 7-O.

En medio de un genocidio, con bombardeos indiscriminados contra la población civil, contra hospitales e infraestucturas de la ONU, con 420 niños y niñas muertos o heridos al día, sumando cerca de 10.000 muertes, la mayoría civiles, los malos tratos pueden resultar anecdóticos. Basta pensar que esas mismas personas han sido enviadas a Gaza, donde en adelante sufrirán el sitio sin compasión aplicado por Israel.

Cambienos el nombre de Mansour Nabhan Warsh Agha por el de María José Bravo, a quien secuestraron, violaron y finalmente mataron en Loiola (Donostia) en 1980, en una acción reivindicada por el Batallón Vasco Español. Es impresionante cómo coinciden los testimonios de las personas torturadas en el conflicto vasco entre 1960 y 2010 con las atormentadas por los militares israelíes en la actualidad. Que se lo revisen quienes se abstraen de esa conexión.

El de Bravo es uno de los testimonios recogidos por la Comisión de Valoración para el reconocimiento y reparación de las víctimas de vulneraciones de derechos humanos por parte del Estado. 49 personas torturadas han sido reconocidas por el Gobierno de Lakua en función del informe de la Comisión. Es un avance limitado, porque aún hay un millar de solicitudes sobre la mesa y el estudio del Instituto Vasco de Criminología acreditó 4.113 casos en 2017. En Nafarroa se calcula otro millar de personas torturadas.

HISTORIA TRÁGICA DE LA REPRESIÓN

La Alemania nazi tiene en los campos de concentración y el Holocausto su principal elemento de memoria y la denuncia del «nunca más». Pese a quien pese, la dictadura argentina será recordada por los 30.000 desaparecidos y por los hijos e hijas robadas. El franquismo ha alargado otros cuarenta años su impunidad, edificada sobre las fosas. El conflicto irlandés está marcado por la colusión de la Administración británica con los paramilitares. Sudáfrica establece qué es el apartheid, e Israel lo ha elevado a categoría de genocidio. En Euskal Herria, el elemento más significativo de la historia represiva es la tortura.

En su comparecencia de esta semana en el Parlamento de Gasteiz, la Comisión se quejaba amargamente: «Que estos casos oficiales por ley de muertes, lesiones y gravísimas torturas no sean un escándalo es algo que nos inquieta. Y es así porque hay una anestesia que se rompe dando a conocer los testimonios de las víctimas». No hay derecho y es un escándalo que no haya escándalo.

La realidad es la que es, pero podría ser bien distinta. Un alto mando de la Guardia Civil podría haber renunciado a la cobardía y emitido un comunicado relatando la verdad. La clase política que ofreció una coartada a estos crímenes podría haber asumido que era una estrategia fatal. Las asociaciones de jueces podrían haber prometido una investigación veraz. Los colegios de médicos podrían haber realizado una declaración solemne reconociendo que no cumplieron con su función de velar por la salud de los ciudadanos vascos arrestados bajo las leyes «antiterroristas». Los medios de comunicación que negaron esta realidad podrían haberle dado la relevancia moral que tienen a estos testimonios. Sin olvidar a las víctimas de ETA que estuvieron presentes en los actos de esta semana, las asociaciones que quieren marcar la agenda política podrían no haber callado ante este escándalo.

Por supuesto, el lehendakari Iñigo Urkullu podría no haber delegado en la consejera de Justicia, Nerea Melgosa, la responsabilidad de asumir su parte de responsabilidad en estos actos y mostrar su solidaridad con estas víctimas. Era su deber.

Claro que eso habría hundido el relato oficial sobre el conflicto vasco. Sin embargo, habría supuesto un punto de partida diferente y esperanzador para la reconciliación. La verdad, la justicia y la reparación son principios a los que la sociedad vasca no puede renunciar. Son una ambición realista y necesaria.