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Gego, la germano-venezolana que se reinventó y esculpió el infinito en red

Casi seis décadas después, sorprende lo moderna que resulta la obra de Gertrud Goldschmidt o Gego, como prefería llamarse (Hamburgo, 1912 - Caracas, 1994). Tras cerrar en setiembre pasado en Nueva York -antes estuvo en el MASP de São Paulo y en el Jumex de Ciudad de México-, llega ahora a Bilbo la retrospectiva “Gego. Midiendo el infinito”, un paso más en el objetivo de lograr el reconocimiento internacional de esta artista germano-venezolana.

Las esculturas casi transparentes, tejidas con alambre, de Gego. (Oskar MATXIN | FOKU)

De biografía intensa y obra penetrante, la germano-venezolana Gertrud Goldschmidt fue una mujer con muchos antes y muchos después. Un “antes” fue su vida anterior a la Segunda Guerra Mundial: nació en 1912, en Hamburgo, en una familia de banqueros de origen judío, y estudió arquitectura e ingeniería en la Technische Hochschule en Stuttgart. Su “después” llegaría en 1939: ante la situación insostenible para los judíos en la Alemania nazi, su familia emigró a Inglaterra, pero a Gertrud no le concedieron el visado y se decidió por Venezuela, país que históricamente ha acogido a los alemanes.

Sola, sin conocer el idioma, Gego se estableció en Caracas, donde trabajó en varias oficinas de arquitectura, en un momento de expansión urbana en toda América Latina. Se casó con el urbanista y empresario de origen alemán Ernst Gunz y tuvo dos hijos. El matrimonio creó el Taller Gunz, donde Gego diseñó lámparas y mobiliario de madera, pero solo por unos pocos años, porque dejó de trabajar, para pasar más tiempo con sus hijos. Con el divorcio, inició el otro “después” de su vida: en 1952, obtuvo la nacionalidad venezolana y conoció al artista y docente, también emigrado, el lituano Gerd Leufert, quien se convertiría en su compañero para el resto de sus días.

EL DESPUÉS

Además, Gego dejó definitivamente la arquitectura y empezó a centrarse en su trabajo plástico. Cambio total: tenía más de 40 años y empezaba a jugar con otras dimensiones, personales y artísticas. Se reinventó a sí misma en otro continente y otra cultura, también creó formas novedosas de expresión artística. Produjo dibujos, acuarelas, monotipos y xilografías, mayoritariamente de carácter figurativo o expresionista, un trabajo que prolongaría durante más de cuarenta años de carrera.

Siempre iría por su cuenta, aunque su estudio y juego con la geometría coincidiría con el Movimiento Cinético venezolano que, en los años 70 y con voluntad política, buscaba proyectase como un país moderno, con artistas como Alejandro Otero y Jesús Soto. Bastante más jóvenes que ella, estos artistas la animaron a realizar sus primeras esculturas y participó en 1957 en su primera exposición, “Arte Abstracto en Venezuela”. Ahí empezó también su labor universitaria docente, que desarrollaría durante el resto de su vida.

La obra que la dio a conocer fue “Reticulárea” en 1969, una instalación específica para el Museo de Bellas Artes de Caracas que supuso su reconocimiento en su país. Con Gego, las líneas se convertían en redes de alambre que ocupaban el espacio, y que potencialmente crecían hasta el infinito. «Ella decía que no hacía escultura», explicaba ayer la comisaria de la exposición, Geaninne Gutiérrez- Guimarães. «Para ella todo tenía que tener aire: formas abiertas, que respiraran y que permitieran cruzar y pasar al otro lado». Hizo litografías, investigó y jugó con el espacio y la materia, con los tapices -no empleaba textil, sino recortes de papel- y con todo lo que encontraba en casa.

Para mirar la obra de Gego hay que dejarse sorprender por su sentimiento y por su cercanía, porque no tiene bordes, ni límites, siempre andaba al límite. Su universo es la búsqueda de la libertad desacomplejada, en la que trabaja la línea, el volumen, la forma y el espacio. Sus obras crean dibujos en el aire, sin papel, a través del uso del alambre, el bronce y el acero pintado, con los que fue tejiendo el espacio.