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Juan Kruz Igerabide, la inmensidad en pocas palabras

«Rostro desnudo» (Demipage, 2023) recoge, gracias a la mano selectiva de Francisco Javier Irazoki, un más que representativo número de aforismos que el autor gipuzkoarra ha expresado a lo largo de una obra que, esta edición, pretende ensalzar y compartir con un público situado más allá de las fronteras de Euskal Herria.

Juan Kruz Igerabide, en una presentación en Donostia. (Jagoba MANTEROLA | FOKU)

A la hora de definir con cierta exactitud lo que significa un aforismo convendría igualmente aislarlo de aquellas manifestaciones que, por cuestiones estéticas, pueden guardar similitudes pero que difieren sustancialmente en sus aspiraciones. Aceptando que se trata de construcciones extremadamente concisas y que buscan expresar de la manera más nítida y rotunda una reflexión, nada tienen que ver con axiomas inquebrantables ni, sobre todo, con las tan en boga en la actualidad frases de cierta perspicacia pero que adolecen de argumentación y resultan de una tan fácil digestión como olvido. Al fin y al cabo hablamos de una herramienta que ya ilustres pensadores como Séneca, Cioran o Nietzsche practicaron mucho antes de que dispositivos informáticos y conversaciones digitales quedaran esclavizadas por la inmediatez y frugalidad.

De ahí la importancia de un ‘‘Rostro desnudo’’ donde se dan cita, bajo la acertada selección de otro autor reputado como Francisco Javier Irazoki, un compendio de este tipo de escritos que Igerabide ha practicado en paralelo a un casi inabarcable número de formatos y publicaciones.

Un volumen que si bien nos acerca a una representación considerable de esos fogonazos intelectuales que conforman en su conjunto todo un ideario complejo y global, de igual manera pretende universalizar su obra rompiendo cualquier excusa en forma de frontera lingüística.

DE LA SONRISA A LA LÁPIDA

Inevitablemente ligado a esa tradición clásica, hay en la formulación de estos escritos, de estilo categórico -que no doctrinal- y comprensible -que no banal-, referencias que también se sitúan cronológicamente en un marco más contemporáneo, donde habitan nombres como Rafael Argullol, Ramón Eder e incluso el del navarro Karlos Linazasoro. Extraídos de tres libros diferentes (‘‘También las verdades mueren’’, ‘‘Breviario perplejo’’ y ‘‘Hasta cuándo se puede tener razón’’), y pese a que cada uno guarda ciertos temas identificativos, juntos señalan hacia un propósito común perfectamente delineado por contenido y forma. Un armazón capaz de alternar en su acento el sentido del humor -al que cita como “la risita del miedo”- con la crítica social llegando al suspiro trágico, aspecto sobre el que igualmente parece posarse la pluma eficaz en estas lides de Albert Camus, quien seguro acuñaría orgulloso frases como «La esperanza, en dosis no adictiva».

Cuando el filósofo alemán, autor de ‘‘El ocaso de los ídolos’’, señalaba al aforismo como las formas de la eternidad, no hacía otra cosa que desvelar las capacidades de este formato por entablar una conversación con los anhelos propios de la condición humana. Y entre ellos, el inevitable camino que termina en la tumba y que siempre se percibe con angustiosa fugacidad. Una partida perdida antes de jugar que por lo menos se merece un epitafio de siniestra socarronería, como la que esconden las palabras de Igerabide: «La vida, esa lucha por levantarse para acabar tumbado». Un itinerario en el que el paso del tiempo se encarga de someter a una continua alteración la percepción de nuestras prioridades, o dicho de otra manera, «lo imprescindible cambia de tamaño con la edad», eso siempre que no aceptemos la constante interrogación sobre nuestras creencias como método consustancial a la propia existencia, tal y como se desliza entre estas páginas, que nos conminan a «salir de dudas, para entrar en la próxima».

SIN DOGMA NI LEY

Tampoco las deidades van a salir indemnes de ese verbo certeramente escéptico, de hecho se trata de una de las temáticas recurrentes a lo largo de su obra, sirviéndose incluso de ese don de la ubicuidad para fulminar sarcásticamente su naturaleza de la forma tan torunda e irrebatible que plantea la ecuación: «Si dios está en todas partes es de tontos buscarlo». Una enmienda a la totalidad del sentimiento religioso que se hace extensible igualmente a la mayor ofrenda que anuncia a los mortales, una que se diluye al entrar en contacto con un individuo al que «el anuncio de una vida eterna no cura la melancolía».

Pero no son los dogmas metafísicos los únicos puestos en entredicho por el autor vasco, aquellos surgidos de tierra firme y de carácter fieramente humano se manifiestan como preocupación predominante. Incluso los circunscritos a terrenos tan concretos como el referente al ámbito pedagógico, un entorno perfectamente conocido dada su condición de profesor, al que dos certeras andanadas como «Primer objetivo educativo: salir indemne del sistema educativo» y «La enseñanza pública universal es un gran logro social penitenciario» le hacen desplomarse sobre la lona. Una palabra que funciona como estilete con igual ferocidad cuando su radio de acción se focaliza hacia el poder en su manifestación más abstracta y omnímoda, ya sea parapetado en su andamiaje legal («hay injusticias ajustadas a derecho») como en su terrorífica función de titiritero («El poderoso es un desgraciado lo suficientemente hábil como para gestionar la desgracia de los demás»).

DECIR POCO PARA EXPRESAR TODO

Los aforismos se revelan, pese a su delicada fisionomía, como una herramienta que bien usada resulta tan eficaz como cualquier otra de cara a desentrañar lo insondable. Un uso que sin embargo delata, e Igerabide no supone una excepción en ese sentido, la rendida devoción por la síntesis como método de trabajo, bondades que quedan reflejadas en un «lo simple es lo complejo mejor organizado» que a su vez encuentra su lógica némesis en «el andamiaje abstracto para recubrir el desacierto». Una economicidad de palabras que no renuncia a convertirse en representante de ese arte que se comporta como un «ciego que recupera la vista por instantes fugaces».

‘‘Rostro desnudo’’ puede ser visto como una concatenación de destellos, pero sería una lectura incompleta. No es casualidad que esta edición especifique que a cada aforismo le sigue un espacio en blanco que no es tanto una aportación estética como una invitación a que el punto y final sea una puerta abierta a la reflexión por parte del lector. De no darle continuidad a esa talentosa y certera síntesis que exhibe Igerabide, caeríamos en el error, no ya de quedar absortos frente al dedo que señala la luna, sino de renunciar a toda una constelación de pequeños pero luminosos astros que dibujan un camino que nosotros deberemos decidir hasta dónde queremos que nos conduzca.