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JOPUNTUA

Soberanía alimentaria


Durante siglos, las jerarquías más poderosas y retrógradas, especialmente las religiosas, hicieron creer a la sociedad que la única alimentación importante para el ser humano era la espiritual. Lo esencial era alimentar el alma; para el cuerpo, pan y agua. Suficiente. De sobra. Se atribuye al filósofo alemán Ludwig Feuerbach la frase «somos lo que comemos». Con ella, el padre del humanismo ateo contemporáneo reclamaba para las clases sociales más desfavorecidas el derecho a una alimentación digna: «si se quiere mejorar al pueblo, en vez de discursos contra los pecados denle mejores alimentos».

El que también fuera biólogo formuló sus principales teorías del materialismo crítico a mediados del siglo XIX. Han pasado casi doscientos años, y la reivindicación de una alimentación digna como derecho humano y como una de las principales bases para garantizar mínimos en materia de igualdad social sigue tan vigente como entonces. Nuestra dieta, en cantidad y calidad, depende directamente de los vectores que marcan los estrictos objetivos de generación de beneficios diseñados por las grandes corporaciones globalizadas, no solo del sector alimentario, sino también del energético, de la producción de fertilizantes, de los intermediarios, de los especuladores... Un terreno abonado para el abuso, en el que es imprescindible intervenir para garantizar lo que antes he mencionado: la igualdad nutricional.

Y en esa línea se sitúan precisamente las reivindicaciones realizadas la semana pasada en diferentes puntos de Euskal Herria por centenares de baserritarras que reclaman, entre otras cosas, una regulación pública que afecte a los mercados, para poder garantizar la supervivencia de un modelo agrícola sostenible. Y con sostenible quieren decir algo muy sencillo: los precios tienen que cubrir los costes en la actividad del sector agrario, sin que eso repercuta en el consumidor. La soberanía alimentaria sigue siendo un objetivo prioritario e irrenunciable en el camino hacia una sociedad más justa.