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Assange-Navalni


La muerte en la prisión ártica conocida como «Lobo Polar» -solo el nombre pone los pelos de punta- del disidente ruso Alexei Navalni lo ha convertido en un mártir en Occidente.

Todo son loas a un político que, como tal, no era impoluto, como recordábamos en estas mismas páginas el pasado sábado («Los imponderables de Putin»)

Pero, más allá del respeto debido a toda persona que muere, y más en las sospechosísimas circunstancias en torno al deceso del dirigente opositor, hay que reconocerle su incansable labor para denunciar los excesos y la corrupción del poder ruso.

Salvando las distancias -el Kremlin ya ni disimula ni a la hora de reivindicar implícitamente la ejecución extrajudicial del desertor ruso en Alicante-, el «caso Navalni» recuerda, quizás también por la coincidencia temporal, al de Assange, periodista de WikiLeaks sobre quien pesa estos días la amenaza, real, de extradicción a EEUU para purgar una condena de 175 años de cárcel.

El inicio de la persecución contra el director de WikiLeaks coincide, asimismo, en el tiempo con el de Navalni.

Sin entrar en consideraciones sobre la denuncia contra el periodista australiano por violación y acoso sexual por parte de dos mujeres -su defensa habló desde el principio de falsedad o encerrona- su calvario comenzó con ese affaire en 2010 en Suecia; le siguió, en 2012, su refugio enclaustrado durante siete largos en la Embajada ecuatoriana en Londres y, desde 2019, lleva ya casi cinco años en la cárcel de alta seguridad de Belmarsh, al sur de la capital.

La figura de Assange despierta admiración y animadversión a partes iguales. Denostado hasta por algunos de los suyos por autoritarismo, ha llegado a ser criticado por amiguismo con la Rusia de Putin en aras a su objetivo de desenmascarar a Occidente, sobre todo a EEUU.

Llegamos así otra vez al nudo gordiano, y maniqueo, que guía las reacciones de unos y otros al valorar este tipo de acontecimientos y persecuciones.

Porque, más allá de poder o no criticar algunos de sus métodos periodísticos, perseguir con semejante saña a Assange revela el nulo respeto de Washington, con Obama, con Trump o con Biden, a la libertad de información.

A ningún Gobieno, y menos al estadounidense, le gusta que le aireen en público sus verguenzas en las sangrientas aventuras ocupantes en Irak y en Afganistán. Como maldita la gracia que le debió hacer a Putin que el equipo de Navalni publicara vídeos sobre la corrupción del inquilino del Kremlin, con su mansión en Sochi... y su entorno, familiar, político y oligárquico.

Navalni está muerto y a su madre no le dejan ni ver el cadáver de su hijo. Assange lleva 14 años muerto en vida por informar y puede acabar, tras un eterno periplo judicial, el resto de la que le queda en una celda de máxima seguridad estadounidense.

No soy yo quien compara ambos casos. Lo hacen quienes, desde uno u otro lado, aplican distintas y contrapuestas varas de medir a una misma injusticia. Expeditiva (la rusa) o procesal (la de Occidente).