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Las falsas raíces del odio

El nuevo libro de Dennis Lehane, ‘‘Golpe de gracia” (Salamandra, 2024), se identifica como una de sus obras más explícitamente políticas y al mismo tiempo plenamente arraigada a su particular y trepidante firma. Una trama criminal desarrollada entorno a ese turbulento escenario que fueron los Estados Unidos durante los años setenta, marcados por un tensionado clima social consecuencia de las disputas raciales.

El escritor de Boston Dennis Lehane. (GARA)

Todo autor de novela negra que se precie necesita albergar bajo su manto creativo a uno de esos carismáticos protagonistas con los que, a través de diferentes entregas, recorrer el camino de manera conjunta. Sam Spade, Touré, Philip Marlowe, Pepe Carvalho o Jules Maigret son solo un breve -pero representativo- glosario de magnéticos personajes de ficción que a lo largo de diversas entregas han definido un atractivo perfil incluso capacitado para anidar en el imaginario popular de forma más profusa que la de su propio progenitor.

Patrick Kenzie y Angela Gennaro son los nombres a los que la firma de Dennis Lehane ha convertido en copartícipes de su éxito gracias, en parte, a un arrollador carácter alimentado de un ácido sarcasmo y de no pocas tribulaciones morales. Pero más allá de la protección ofrecida por esta pintoresca pareja de detectives privados, una saga ya finiquitada, el escritor bostoniano ha demostrado su exultante talento también cuando ha prescindido de sus servicios, como demostró con ‘‘Mystic River’, aupada su relevancia por la sobresaliente adaptación a la pantalla de la mano de Clint Eastwood, o recientemente con su nueva publicación, tras seis años sin rastrear los conflictos germinados entre las calles, ‘‘Golpe de gracia’’.

UNA IDENTIDAD PROPIA HECHA DE TRADICIONES

Sabiendo aunar en su dinámica y absorbente narrativa los diversos enfoques con que a lo largo de los años se ha ido cincelando la identidad de este género literario, el resultado de tan atractiva personalidad es consecuencia de convertirse en un vástago aventajado de las diversas tradiciones por las que respira el noir. Una confluencia de virtudes que se visibiliza atrayendo hasta su espacio el humanismo de Raymond Chandler, la configuración social manejada por Dashiell Hammett, el desvergonzado y visceral lenguaje plasmado por George V. Higgins o los bulliciosos ambientes recreados por Chertser Himes. Una influencia, la de este último, especialmente perceptible dada la mutua predilección por los conflictos raciales, eje vertebrador de su más reciente novela.

Tomando como punto de partida la controvertida decisión adoptada por el juez W. Arthur Garrity Jr. en 1974 de fletar autobuses que rompieran la socialmente inquebrantable segregación intercambiando estudiantes de escuelas de ‘‘color’’ distinto, tal política de hechos consumados será especialmente denostada en el degradado barrio de Southie, cuna del propio escritor, soliviantado y decidido a impedir lo que consideran una intolerable intromisión en la ‘‘ley natural’’.

Entre trabajos precarios, vidas cercenadas por la droga o el statu quo barrial impuesto por las mafias, llamadas a defender el bien común y la identidad de sus congéneres, siempre que estos asuman su vasallaje, emerge un subyugante personaje como el de Mary Pat Fennessy, mujer golpeada por todas las vicisitudes imaginables de la vida y que todavía guarda un nuevo crespón negro para ella con la desaparición de su hija. Último, y único, asidero a una escuálida esperanza que tras serle arrebatado la convertirá en un quebradero de cabeza, y de huesos rotos dado su buena maña para solucionar los problemas con puñetazos, para la omertá imperante entre las calles que habita.

CONSTRUIR EL ODIO ENTORNO A MENTIRAS

Aunque el variopinto y extenso muestrario de personajes -ágilmente destinados a entrelazar su futuro en el transcurso del libro- que pululan por sus páginas pueden ser catalogados como secundarios, opacadas por el fulgor que irradia dicha madre coraje, cada uno de ellos tendrá su momento para ser iluminado por el foco central con el fin de conocer unas historias que pese a sus múltiples enunciados, ya sean ligados al tenebroso legado de Vietnam, al uso de la heroína para sobrellevar los dramas particulares o la violencia como único salvoconducto para quienes se sienten desprotegidos, comparten un común denominador en el odio que alimenta su fuente de expresión.

Un constante generador de conflictos, siempre convenientemente espoleado por esos poderes omnímodos que nunca ensucian sus lustrosos zapatos en las calles donde hierve la sangre, que ambiciona construir un refugio, aunque sea sostenido por la rabia y el cultivo del racismo, que, aunque percibido por sus ejecutores como un manto de confianza y protección frente al ‘‘enemigo’’, no es sino la imposición de una espesa neblina que impide distinguir los barrotes de la propia prisión y el constante alimento suministrado a una bestia de aspecto radicalmente humano.

Como es habitual en las verdaderamente trascendentales novelas, ni mucho menos aquí lo más interesante reside en el acto delictivo, a pesar de la intrigante sucesión de descubrimientos que alberga esta vendetta, sino en toda esa exposición del tablero en el que se mueven un torrente de personalidades que hacen de sus frustraciones más íntimas el acicate para delimitar su territorio, a veces con sangre, otras con desprecio e incluso con la vida. Retratos nada estandarizados, como es norma en el autor norteamericano, dictados por un candente y vibrante verbo -contagiado del sudor que imponen las altas temperaturas descritas en la narración- con el que rastrear las ambigüedades de un reparto coral que comparte una suerte de pacto social con el que entregar al vigilante más fiero su libertad a cambio de la salvaguarda de una identidad comunitaria que no es sino la representación de un silencio cómplice cincelado con prejuicios y falsos dogmas históricos. Porque Boston, al igual que Roma, no paga traidores.

Pocos autores encarnan de manera tan tajante esa dualidad de conseguir que sus escritos desprendan un carácter tan adictivo como desplegar todo un poso reflexivo nada superfluo. En ‘‘Golpe de gracia’’, ese aspecto más social, siempre presente en previas novelas aunque relegado a un imprescindible telón de fondo, se encarama hasta convertirse en el principio rector.

Los enclaves donde se agolpaban los prejuicios que entorpecían el entendimiento entre razas son la necesaria ebullición que Lehane necesita para aderezar una ya de por sí palpitante prosa. Bajo esa estructura nos traslada en realidad a épocas no tan pasadas, para desvestir las mentiras -en este caso orientadas al desprecio basado en algo tan aleatorio como resulta el color de nuestros rostros- que tantas veces se asumen, a sabiendas de su falseado soporte, con el único propósito de no situarse fuera de una supuesta armonía colectiva.

Un equilibrio que solo necesita una pequeña espita para desmoronarse y descubrir su endeble y terrorífico rostro, uno que somete a la humanidad a una continua batalla en la que la mayoría de los contendientes, tanto en la victoria como en la derrota, no abandonarán su papel de perdedores.