24 MAR. 2024 GAURKOA Derribo de lo que fue Jonathan MARTÍNEZ Investigador en Comunicación Hace ya cuatro meses, cuando el PNV puso a Imanol Pradales en la carrera por la Lehendakaritza, cundieron en la prensa algunas interpretaciones contradictorias. Por un lado veíamos al sucesor como una réplica mimética de Urkullu, la misma silueta sobria y gestora, el mismo juego de muñeca, la misma escuela vizcaína de querencia empresarial. Parecía imposible, sin embargo, no advertir también una voluntad innovadora y hasta un llamativo desenfado estético que iba más allá de las chaquetas abiertas y los cuellos desabrochados. Era como si el partido, tratando de abarcar todos los frentes, quisiera transmitir un continuismo renovador o una renovación continuista. Valga la paradoja. Con el andar de la precampaña, no obstante, el candidato ha ido decantándose hacia los dominios conservadores y ha puesto en la parrilla todo el paquete ideológico de la derecha, una agenda política que bien podrían firmar el Partido Popular o Ciudadanos sin demasiados chirridos. No se trata de una hipérbole. Esta misma semana, el grupo jeltzale en el Congreso reclamaba un apaño legal para forzar el desalojo de viviendas ocupadas en un plazo de 48 horas, una vieja demanda de Vox que el PP tuvo a bien respaldar hace un año en las Cortes de Castilla y León. Todo ello, en ambos casos, entre improperios contra la Ley estatal de Vivienda. Habrá quien sostenga que el PNV siempre ha transitado por esa acera. Hace ahora veinte años, el sindicato ELA ponía a algunos nacionalistas vascos en el mismo saco que a la derecha española con una campaña que ya solo recordarán los más nostálgicos: “Gure neoliberalak. Made in Euskadi”. A pesar de todo, Sabin Etxea siempre ha sabido modular sus palabras con cierta cintura, reivindicando conquistas sociales y haciendo una defensa orgullosa de los servicios públicos. Al menos de cara a la galería. De hecho, en los últimos comicios autonómicos, Ortuzar se plantó en Barakaldo para levantar a su parroquia con consignas proletarias. “¡Con voto obrero, PNV de acero!”. Las cosas se han torcido desde entonces. Las últimas elecciones municipales y forales dejaron a los jeltzales tocados y la tendencia alarmante se repitió en las Cortes de Madrid. Ahora las encuestas pintan un tablero novedoso con una suerte de bipartidismo vasco, dos grandes formaciones que se disputan de tú a tú la hegemonía y que ocuparían tres cuartas partes del Parlamento. La actual coalición de gobierno ya no sería la alianza preferida por el electorado y su juego de mayorías se tambalea. Con este rompecabezas demoscópico en la mano, Pradales se ha lanzado a disputarle los votantes al PP. Que viene el lobo. Cuáles son las herramientas argumentales que aparecen en estos casos? En primer lugar, un sospechoso habitual de la retórica electoral: la falsa dicotomía, la disyuntiva forzada entre lo malo conocido y lo bueno por conocer. “¡O nosotros o el caos!”, grita un candidato en una portada del semanario satírico “Hermano Lobo”. “¡El caos!”, responde la multitud. “Es igual, también somos nosotros”, apostilla el candidato. Los alegatos de Pradales abundan en una división maniquea de la realidad, donde el PNV se asocia al campo semántico de lo certero: “estabilidad” frente a “incertidumbre”, “negociación” frente a “enfrentamiento”, “riqueza” frente a “miseria”. “Comunismo o libertad”, clamaba Isabel Díaz Ayuso ante las elecciones autonómicas madrileñas de 2021. El candidato peneuvista se instala ahora en la misma lógica binaria y en la defensa oportunista de la misma hoja de ruta liberal conservadora: premios fiscales a los propietarios, demonización de los impuestos, criminalización de la huelga, freno a la transición energética, soluciones policiales, alardes punitivistas y alertas securitarias. Que no falte ETA, alehop, y a tope con Desokupa. El asunto clama al cielo, mucho más cuando se mira a Madrid como un territorio descarnado, inmundo, hostil y ajeno al buen hacer de la política vasca. Lo que es seguro es que el PNV nunca da puntada sin hilo. Sus razones tendrá para defender este giro discursivo, pero lo hace a un alto precio que terminaremos pagando todos. Hace ya unos años, cuando los nuevos populismos reaccionarios empezaron a pujar por todo el mundo, sabíamos que no iban a necesitar ganar las elecciones para dejar su impronta. Bastaba que el debate público fuera deslizándose hacia la derecha, que se instalara un nuevo sentido común en clave reactiva, que regresaran las cantinelas de antaño, los sermones del miedo, la servidumbre voluntaria, la contrarreforma. La imposibilidad, en definitiva, de pensar futuros mejores. Las políticas conservadoras prosperan bajo una incesante sensación de amenaza, el pánico a la novedad, al desorden, al caos. De ahí el papel de la Ertzaintza y el consejero de Seguridad. De ahí también los titulares maliciosos que mezclan churras con merinas, protestas civiles con disturbios futbolísticos, todo vale para generar una suerte de ansiedad colectiva mediante apelaciones al orden público. El diablo, dicen los portavoces del PNV, ahora se viste de Prada pero es de naturaleza delictiva y alborotadora, huelguista, sindicalista, borroka y bullanguera. Ortuzar lo resumía con una de sus humoradas: “son los mismos del palestino, el forro polar y el flequillo cortado a motosierra”. En el debate público conviene distinguir táctica y estrategia. Pero cuando uno juega al patadón tratando de salvar el partido, corre el peligro de quedar atrapado a largo plazo en su propio personaje. De nada sirve pretender instalarse para siempre en el pasado porque los tiempos cambian y los procesos sociales avanzan pese a todos los obstáculos y resistencias. La historia es un animal vivo en mutación permanente. Así lo dice un personaje del escritor Rafael Chirbes: “vivimos en un lugar que no es nada: derribo de lo que fue y andamio de lo que será”. Lo malo no es derrumbarse sino perder la dignidad entre las ruinas.