27 JAN. 2015 KOLABORAZIOA El mes en que vivimos solidariamente El domingo 18, un nutrido grupo de internacionalistas se concentró en Madrid para denunciar los atropellos que soportamos y defender nuestros derechos; iniciativa especialmente meritoria, ya que desplegaron la pancarta de Libre en las mismas fauces de la fiera. Jesus Valencia Educador Social Pudiera referirme a cualquier mes de cualquier año, pero centro este apunte en el convulso enero que termina. La política penitenciaria de España y de Francia ha cambiado: endurece medidas para machacar a los cautivos y disuadir a quienes les apoyan; los de dentro son criminales y los de afuera cómplices. Según los responsables de esta violencia oficial, los presos vienen a ser una pústula hedionda pero insignificante que la sociedad detesta y repudia. La gran manifestación de enero (un clásico en nuestro calendario reivindicativo) volvió a desmentir semejantes supuestos y desenmascaró a quienes defienden o consienten la dispersión. Una multitud de gentes variopintas volvimos a inundar Bilbao hasta el extremo de que casi no pudimos dar un paso a lo largo de aquella la tarde. Allá nos entremezclamos personas de muchos pelajes y condiciones; padres jóvenes que cargaban a sus criaturas y ancianos con problemas de movilidad a los que sus familiares llevaban en silla de ruedas; solidarias de aquí y de allá (nos acompañaron gentes venidas de fuera y otras que -sin poder llegar- nos enviaron sus apoyos recogidos en cálidos manifiestos). Nos saludamos con afecto, aplaudimos a los familiares con calor y recordamos a las presas y presos con especial querencia. Soportamos el frío de la anochecida y pagamos a escote los gastos de la movilización. Dijo Sare que no procedía reprochar a los ausentes. Tampoco hizo falta. Aquella multitud abigarrada dejó en la más vergonzosa evidencia a quienes dicen defender todos los derechos, interesarse por los cautivos o promover la paz pero no tuvieron a bien acompañarnos. Allá ellos. Los presos, desde lejos, palparon el apoyo que les brindamos; también el Estado entendió el desafío y acusó el golpe. El enésimo juicio político que estaba a punto de comenzar embarrancó. Cuando la abogacía se despojaba de sus pijamas para acudir a la Audiencia Nacional, fue conducida por fuerza y sin razones a dependencias de la Guardia Civil; mientras los letrados eran introducidos en furgones, una cuadrilla de improvisados sacristanes contaba la colecta y arramplaba con los zacutos. ¡Cutrísimo país que recurre a venganzas de tan escasa categoría! La solidaridad volvió a resplandecer. Numerosos agentes sindicales y sociales nos llamaron a las calles. Numerosos colegios de abogados defendieron de forma comedida pero contundente a sus colegas; hasta la Asociación Gremial de Abogadas y Abogados Argentinos expresó su perplejidad y se puso a disposición de todos los vascos represaliados. Con una semana de por medio, volvimos a inundar las calles, en este caso de Donostia. Las personas detenidas y recién liberadas habían reiterado su compromiso en la defensa jurídica de los presos y avanzaban en grupo; las que quedaron encarceladas (mezquino tributo al esperpento) también estuvieron muy presentes. El recorrido de las abogadas fue un paseo triunfal regado de interminables aplausos; estremecido abrazo colectivo que se prolongó a lo largo de toda la tarde y por toda la ciudad. En medio de esa vorágine de agresiones y respuestas solidarias, se nos fue Iosu Uribetxebarria, el muerto matado. Quizá el exponente más claro de la ruindad vengativa de un Estado rencoroso y de sus gentes. No de todas. El domingo 18, un nutrido grupo de internacionalistas se concentró en Madrid para denunciar los atropellos que soportamos y defender nuestros derechos; iniciativa especialmente meritoria, ya que desplegaron la pancarta de Libre en las mismas fauces de la fiera. Josu murió como había vivido los últimos años: soportando a la jauría de mastines que le acosaban y sintiéndose protegido por una buena parte de su pueblo. El sobrio ritual de la despedida se convirtió en defensa, también multitudinaria, de los presos con enfermedades graves. Otra nueva victoria de la solidaridad que desmontó los injuriosos discursos oficiales y desenmascaró los silencios cobardes de quienes lo dejaron expuesto a tanta inquina. Los presos vascos encarcelados en Reau reconocieron públicamente lo mucho que le debían a quien, sin pretenderlo, fue su maestro: Eperra, el hombre que lo arriesgó todo por su pueblo y que se consideraba el último de la fila. Sus paisanos escribieron y leyeron unos textos hermosos que deberían guardarse como la «Trilogía de la Solidaridad». Quizá el gesto de reconocimiento más impactante fuera el de aquella criatura que, sostenida por su madre, depositaba un clavel sobre el féretro del frágil gigante. Como era de esperar, el Estado no perdona; interpreta nuestros reconocimientos como desafíos y vuelve a la carga. El Tribunal Supremo resolvió la última de sus supremas chapuzas admitiendo la duplicación del mismo castigo, volvió a ser detenido Santiago Arrospide -otra canallada revestida con ropajes jurídicos- y, por estas fechas, arranca el juicio político que había quedado en suspenso. Enero ha sido ilustrativo: ha confirmado la miseria de un Estado que criminaliza la solidaridad y la descomunal fuerza política y humana de la misma.