22 FéV. 2015 GAURKOA Revolución democrática Iker CASANOVA ALONSO Militante de Sortu Si hoy un partido político europeo solicitara la nacionalización y el funcionamiento en régimen de monopolio público de las telecomunicaciones, la energía, las redes de transporte, así como del 50% de la banca y parte de la industria, su programa sería calificado de revolucionario radical y utópico y además chocaría con las normativas europeas que impedirían desarrollar tal propuesta en el seno de la UE. Pues bien, ese era el panorama de la economía en el Estado español hace 25 años, antes de que los gobiernos del PP y del PSOE regalaran a sus «compañeros de pupitre» las empresas más rentables del Estado, con la excusa de la modernización y el ingreso en la UE, proceso culminado con la reciente quiebra y privatización de las Cajas de Ahorro. Lo que hace 25 años nos parecía normal hoy se consideraría revolucionario. El sistema se ha fortalecido tanto en el plano ideológico que lo que antes ya teníamos, ahora nos parece una aspiración ambiciosa. La contrarrevolución liberal, el colapso del bloque socialista y la incapacidad de la izquierda occidental para reinventarse nos han llevado a esta situación. Ahora nos encontramos con una mega-crisis global que va mucho más allá de la crisis financiera desatada en 2008 y responde a la acción depredadora de un capitalismo neoliberal que, sin contrapesos y liberado a su propia lógica, amenaza con devorar el planeta y a todos sus habitantes. Nuevas amenazas en ciernes, como el Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) entre Europa y EEUU, amenazan con dar rango de ley a los dogmas ultraliberales. Para hacer frente a todo ello hace falta una izquierda fuerte, una izquierda distinta, una izquierda nueva y capaz de hacer una auténtica Revolución Democrática... Es una tarea urgente. La crisis ha supuesto un reforzamiento de las posiciones económicas más regresivas. Al neoliberalismo le ha sucedido el ultraliberalismo y la tan cacareada reinvención del capitalismo ha sido en realidad una profundización en sus peores características. La ya famosa «doctrina del shock» ha servido de coartada para una eliminación progresiva de derechos sociales ¿Cómo podemos crear instrumentos de defensa económica y política al servicio de la mayoría? Dada la actual correlación de fuerzas, creo que la defensa de los derechos existentes se convierte en la primera obligación y en plataforma imprescindible para poder reclamar más tarde nuevos avances. Crear una trinchera ante cada recorte y luchar por la recuperación de cada espacio perdido es fundamental. La historia ha demostrado que el llamado Estado del bienestar no era la evolución natural de un capitalismo progresivamente humanizado sino una simple mutación defensiva que respondía a la existencia de un bloque político alternativo de carácter socialista y a la fuerte presión interna de los sectores populares organizados. Es por eso que, cuando desaparece la competencia y la oposición interna se debilita, el sistema recobra su verdadera y despiadada faz. Defender el Estado del bienestar no es reformismo si se inserta en una lógica política de trascender el sistema. Ganar esta batalla requiere que todos los damnificados objetivamente por la situación pasen a verse subjetivamente implicados en la lucha. Hay que crear discursos, alianzas, marcos de organización y movilización nuevos e integradores, atractivos en una sociedad muy desideologizada. Trabajamos oficialmente las mismas horas que en siglo XIX, a pesar de que en este tiempo se han producido varias revoluciones tecnológicas. La parte de la renta que retienen los trabajadores es cada vez menor y la riqueza se concentra de forma progresiva. En el mundo en 2016 el 1% más rico tendrá tanto dinero como el 99% restante. Las 85 personas más ricas tienen tanto dinero como los 3.500 millones de personas más pobres. Junto con la acción defensiva, la lucha por el reparto del trabajo y la riqueza se perfilan como el siguiente estadio reivindicativo. Defender y profundizar en el Estado del bienestar. Trabajar menos para trabajar todas y disfrutar de más tiempo de ocio. Repartir la riqueza mediante una política fiscal redistributiva. Y en el plano político, conquistar la democracia para poner las decisiones en manos de la ciudadanía, eliminando la posibilidad de que agentes económicos impongan sus decisiones. Una agenda que puede parecer modesta para los sectores más a la izquierda, pero que se ha convertido en radical y revolucionaria en la actual coyuntura histórica. Como dijo un representante de Syriza en un reciente viaje a Euskal Herria: «han hecho que hoy en día la dignidad sea un ejercicio revolucionario». Defender los derechos sociales y la democracia se ha convertido en algo revolucionario, en una Revolución Democrática. Cualquier cambio político requiere una estrategia. Sin una estrategia potencialmente viable no hay política sino enunciación de deseos. El carácter revolucionario de un proyecto no se define por la radicalidad del programa político que es capaz de redactar sino por la profundidad de los cambios que es capaz de generar. La articulación de esta Revolución Democrática exige la construcción de un amplio y plural movimiento popular que utilice los instrumentos a su alcance, la lucha social, la lucha ideológica y la lucha institucional. Todas ellas son imprescindibles. Algunos sectores de la izquierda sienten un cierto pudor a la hora de defender la acción institucional/electoral con el entusiasmo con que se implican en otras luchas. Es un complejo a superar, como está superado en América, donde la izquierda sí ha logrado reinventarse para constituir de forma exitosa alternativas de poder y en donde los militantes más politizados son los primeros en implicarse sin reservas en cada contienda electoral, concebida como una batalla más del proceso de cambio continental. La participación institucional tiene, no obstante, sus peligros. Por eso está claro que necesitamos anclajes políticos y morales fuera de las instituciones que nos permitan tomar parte en ellas, aprovechando su enorme potencial, sin que eso suponga que acabemos interiorizando la lógica sistémica. Estos anclajes extra-sistémicos deben ser, en primer lugar, una actitud ética diferente: modestia en sueldos y hábitos, ninguna relación improcedente con el mundo empresarial, compromiso militante, participación, rechazo a los liderazgos personalistas, rotación en los cargos... En cuanto a los anclajes políticos, la denuncia del imperialismo, de la OTAN, el rechazo al militarismo y los ejércitos, la radical laicidad, la denuncia a las multinacionales, la identidad republicana, la identificación con los procesos transformadores de otras latitudes, el feminismo, la ecología práctica... y una permanente colaboración con el movimiento popular y ciudadano, entre otras, pueden ayudar a conseguir que la acción institucional no se desconecte de una lógica global de transformación. En la izquierda abertzale aspiramos a un cambio más profundo que esta Revolución Democrática. Defendemos un sistema cuantitativamente y cualitativamente diferente al capitalismo. Un sistema en el que la alimentación, la educación, la salud y los derechos de todas personas estén garantizados en todo el planeta, un sistema político y económico democrático, no patriarcal y en equilibrio con el ecosistema. Aspiramos al socialismo, pero es obvio que, aunque hay muchos elementos a impulsar desde ya, el punto de partida de ese cambio profundo debería ser un escenario táctico de avances sociales similar a los relatados anteriormente. Pretender acelerar el ritmo de cambio, saltarse etapas, solo conlleva la ruptura con la mayoría social, que es el sujeto imprescindible de cualquier transformación real. Las fuerzas que debemos derrotar no son, aquí y ahora, las bayonetas de ningún ejercito sino la convicción, hoy por hoy socialmente hegemónica, de que el sistema actual es el único posible. La revolución no pasa, aquí y ahora, por la toma del palacio de invierno sino por un permanente trabajo de transformación cotidiano hasta la construcción y activación de mayorías favorables al cambio. La revolución en el actual contexto geográfico, histórico y político no puede entenderse como una violenta toma del poder o como un corto e intenso periodo de transformaciones radicales, sino como un proceso sostenido de lucha ideológica y cambios que desemboque en una inversión (revolución) de los objetivos de la política y la economía: poner la economía al servicio de las necesidades de la gente y no al revés. Es un proceso inicialmente de recuperación (o instauración) de la democracia, término que etimológicamente tiene ya de por sí el revolucionario significado de poder popular. Para después, en ese escenario de democracia radical, seguir avanzando hacia el socialismo.