28 FéV. 2015 GAURKOA La decencia política Iñaki EGAÑA Historialaria En el centro de la ciudadela de los Masters se erigía un ángel negro, aniquilador de utopías. El escritor Luis Britto García, dicen que seguidor de Hugo Chávez y representante de Venezuela en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, le puso nombre, el emenarosta. Una oscura y mortífera aglutinación de símbolos, que compila las trabajosas conspiraciones del Poder. Antonio Gramsci, bastantes décadas antes de que Britto García descubriera al emenarosta, ya nos había advertido que la hegemonía de la clase dominante no lo era únicamente por su monopolio de la fuerza, sino también porque ofrecía una concepción del mundo creíble, natural, necesaria y conveniente para el interés general. Un dominio del Poder económico y político que se amplía a la sociedad a través de una extensión moral. Al entrar en el detalle, la moralidad exigida puede parecer un enorme ejercicio de hipocresía. De hecho lo es. El día a día nos aclara que apenas hay vergüenza en la transmisión del mensaje. Es decir, que muchos de los agentes que citan y exigen la aplicación de una moral y, por extensión, una ética humana, son unos sinvergüenzas. El vuelo exterminador del emenarosta vasco sobre nuestras cabezas, atacando con su espada extensible sobre la izquierda abertzale y todo lo que se le parezca, tiene mucho de ese dominio moral acreditado, la hegemonía revestida de coerción. Son muchos los aspavientos, las citas, los aullidos. Pero solo dos las ideas. Unas ideas, por cierto, agrupadas al chantaje. El juego democrático se fundamenta en la diversidad de opciones, en el contraste de ideologías, en la obtención de consensos y en el equilibrio entre las mayorías y las minorías. Al menos en la teoría. Ya observamos, sin embargo, que lo anterior es retórica. Lo que impera es la máxima de «o la linealidad o el caos». Urkullu, Erkoreka, Mediavilla, Ortuzar, Egibar... han centrado el discurso del PNV de una manera tan monolítica que no cabe pensar en esas almas dispares con las que frecuentemente se definen a las familias jeltzales. Desde la desaparición política de Ibarretxe creo que solo hay una, única, unida por sus fracasos y habrá que pensar por las empresas de marketing que preparan su soflama. No hay posibilidad de abrir un espacio de trabajo compartido, no hay un horizonte común siquiera hasta Malzaga como pretendía Telesforo Monzon. Ninguna de las aspiraciones históricas del pueblo vasco tiene de momento cabida, dicen desde Sabin Etxea. Porque para que eso suceda, para que las dos grandes tendencias organizadas del pueblo vasco puedan sentarse a dibujar una hoja de ruta, una de ellas tiene que renunciar a ser ella misma. Lo que en lenguaje llano se traduce en una noción sencilla. No es ETA la que se debe disolver, sino la izquierda abertzale la que necesita desistir, abandonar su trayectoria. O lo que es lo mismo, para el PNV las siglas no tienen mayor o menor importancia. La ideología política es el delito, la praxis es el «problema», sea del tipo que sea. Y la de la izquierda abertzale es, al parecer, un torpedo en su línea de flotación. Esa es la pretensión que públicamente exige la dirección jeltzale al conjunto de la izquierda abertzale. Una pretensión acogotada en muchos aspavientos, como decía, pero en únicamente dos ideas. La primera es la del pasado. El lehendakari de la Comunidad Autónoma Vasca se acaba de enganchar a un discurso hasta ahora propiedad de la derecha española: la izquierda abertzale no puede opinar sobre el futuro mientras no desaparezca del pasado, mientras no deje de ser esa referencia que desnude a todos aquellos que apostaron por una vergonzante reforma del sistema político y económico que surgió del franquismo. El emenarosta vasco repite una y otra vez, con una cadencia extraordinaria, que la trayectoria de estos últimos 50 años tiene únicamente la lectura surgida de la Reforma política y su Transición. Que Constitución española, Monarquía, Ejército, banqueros, policías, políticas de castigo, desmembración territorial y reconversiones industriales no eran motivo suficiente para pedir el cambio. Para la trasgresión. Que el recuperado concierto económico de las llamadas provincias traidoras tenía cemento suficiente para mantener la casa del padre o al menos la de Aresti. Esta era su concepción natural del mundo. Creíble, siguiendo la línea de interpretación de Gramsci para hacer valer la hegemonía moral, si no fuera porque la izquierda abertzale fue capaz de mostrar que otro mundo era posible. Incluso avanzar con multitud de experiencias locales municipales, de autoorganización y de democracia directa. Así, el PNV, a través de sus instituciones, intentó hacer valer aquello que Michel Foucault describió como la bestia extraordinaria. Su poder. Los lugares hegemónicos en disputa. A través del dinero si hacía falta. HABE frente a AEK, «Eguna» frente a «Egunkaria», EiTB frente a «Egin»... y homologación, a la española. De la Ertzaintza incluida, Policía integral como gustaba señalar a Atutxa. Con todas sus connotaciones, peyorativas por supuesto. La Reforma política española ha sido un gran fiasco. Un paraíso para los corruptos, los especuladores del suelo y del ladrillo, para los que consideraban la política un fin en sí mismo, la perpetuación de la especie (partido o sindicato). Una prisión para los pueblos periféricos, para la disidencia. El Espíritu de Arriaga, la comodidad del Concierto. La máxima de Ardanza: Disneylandia, si no fuera por la izquierda abertzale. Esta ha sido, precisamente, la gran traición del PNV al proyecto moderno de Euskal Herria. El apoyo a la Reforma. Una España sin credibilidad, con un déficit histórico descomunal, sin más bases que las de ocupación militar (cuarteles y virreyes), ha sido capaz de sobrevivir en esta tierra gracias al apoyo inestimable de la elite jeltzale. Me dirán que en un proceso dinámico de intercambio. Yo no lo he visto, al margen de una línea telefónica autóctona o el cambio tipográfico en los nombres de algunos de nuestros territorios. La segunda de las cuestiones que demanda el PNV a la izquierda rupturista para entrar en un escenario de consenso democrático está relacionada con su ADN, con el jeltzale. El partido fundado por De la Sota, sostenido por Irala o Abrisketa, y refundado por Josu Jon Imaz o Amenabar, es el del Poder, el de la gestión económica. Un modelo definido en las angulas de Markel Olano, en las cloacas de las tragaperras o en la eliminación del impuesto a los ricos. Un modelo neoliberal que reparte la pobreza y privatiza la riqueza. No hace falta cruzar demasiado las páginas de los diarios para percibir que en Kutxabank, TAV, fracking, puerto exterior pasaitarra, fiscalidad... la marca jeltzale es azul intensa. Queda demasiado patético que el PNV pida a la izquierda abertzale que rebaje su presión en esos escenarios. Demasiado notorio para luego vestirse de cordero. ¡Hombre!... no todos van a ser del color del dinero. La factura que pasa el PNV a la izquierda abertzale es impagable. Renunciar al pasado y dar por buena la Reforma, así como apalancar el presente y confirmar en el poder a los especuladores de la economía es entrar, a sabiendas, en un callejón sin salida. Urkullu o alguno de sus asesores señalaban que hacerlo sería un ejercicio de «decencia política». Indecencia más bien. El ángel negro, el emenarosta, aniquilador de utopías, planea sobre los patios vascos, sobre los campos angostados. Con exigencias, grandes exigencias para modificar su paso, si previamente lo hacemos con el nuestro. Así que volverá el bucle y el PNV se copiará a sí mismo. Para engancharse, ahora que llegan las elecciones, al PSOE o al PP. Al objeto de legitimar a los ilegítimos, intentando hacer creíble lo increíble.