14 MAR. 2015 GAURKOA El Estado penitenciario Iñaki EGAÑA Historiador Hace unos años seguimos compungidos el caso de una joven ama de casa de 22 años que encontró una cartera con una tarjeta bancaria e hizo uso de ella para comprar pañales y productos alimentarios imperecederos para llevar a casa, donde sus dos hijas pasaban penurias. A la segunda intentona, un empleado del supermercado la denunció, no por un supuesto uso fraudulento de la tarjeta, sino porque dado su aspecto no parecía lógico que hiciera una compra de más de cien euros. La desdichada mujer fue detenida y condenada a prisión. Fue indultada a las puertas del presidio, pero habría sido una más a engrosar una lista interminable de ese enorme universo concentracionario español que, en alguno de sus momentos más álgidos, llegó a contar con 80.000 presos. Hoy, España es el país número 13 del mundo en presos per cápita, 159 por cada 100.000 habitantes. El primero de la Unión Europa y al parecer el segundo de Europa, por detrás de Rusia y con el permiso de Polonia. Casos como la mujer de los pañales u otros tan sangrantes se agolpan en la prensa diaria, reforzando la idea de un Estado represivo, acosado quizás, que, como si fuera un señor feudal, acota los límites de actividad política y social de una manera violenta. Aterrorizando. Escarmentando con energía, creando iconos de su dureza, para amedrentar al resto. El miedo es la señal humana más universal. En los últimos meses, parte de la opinión pública asiste perpleja a las condenas y encarcelamientos por razones de opinión, trabajo político, respuesta laboral e incluso hurto menor. Una novedad que, en el caso vasco, no rompe tendencia, ya que hace años que la evidencia está ahí: el castigo a un «delito» político cometido por un militante vasco sobrepasa todos los límites europeos en la materia. La excepcionalidad española está relacionada con su propia naturaleza. El Estado, y en esa percepción la estancia del PSOE o PP en el Gobierno ha sido indiferente, no ha respondido a la marginalización y a la pobreza con el aumento de su compromiso social, sino todo lo contrario, con el endurecimiento de su Código Penal. A la exclusión económica, la España de Rajoy y Zapatero ha opuesto la exclusión carcelaria. La reducción en las inversiones sociales, las sucesivas reformas laborales y la consiguiente precarización de la vida, han contado, paralelamente, con un contraataque carcelario. No solo en el endurecimiento de las penas, en el compromiso de los jueces en mantener el estatus económico y a la clase dirigente en su pedestal, sino también en las formas. Y, obviamente, en el Código Penal. Las nuevas cárceles de Iruñea y Zaballa, la proyectada de Zubieta y, en la misma medida, la dejación continuada del Estado de los internos, su deterioro asistencial, de acogida y alimentación, son parte de ese entramado desequilibrado y previsto por una estrategia marcada para ahondar en la división social. No hay dinero para educación o salud pero sí, en cambio, para la construcción de macro-cárceles. La lógica a la que asistimos con las máximas de los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, así como la centralización de la riqueza en unas pocas manos, ahondando en que las desigualdades más acentuadas que nunca tiene su extensión en el desarrollo del entorno carcelario. Y como sucede en todo aquello que resulta rentable, se anuncia la privatización de los servicios carcelarios, tal y como ya existe en otros lugares del mundo, en especial en EEUU, donde las empresas privadas azuzan a la Policía para que detengan a mansalva, porque eso es un negocio que da terribles beneficios. Francia ya experimenta, en esa línea, un sistema mixto, donde la gestión de algunas cárceles corresponde a empresas privadas y la custodia del detenido al Estado. Una empresa española, Eulen (¿recuerdan cuando Arzalluz acusó a Mayor Oreja de tener intereses en empresas de seguridad?), acaba de ganar una licitación en Perú para construir la primera cárcel privada. Se abre la cadena. Policías, guardia civiles, fiscales, jueces y agentes privados que mantendrán la seguridad de su sistema. Una ristra que comienza en la carrera de San Jerónimo. Durante la década de 1990, cuando España tenía 105 presos por 100.000 habitantes (un tercio menos que en la actualidad), los patios de las prisiones estaban repletos de marginalidad, los núcleos duros de la pobreza. También de drogadictos y traficantes al por menor, porque los que se beneficiaban de su tráfico, hoy junto a la prostitución incluido en el PIB, se recostaban en los sillones de bancos y grandes corporaciones. De apellido ilustre, jamás serán imputados por narcotráfico, actividad que, como saben, mueve tanto o más dinero que el mercado del petróleo. La excepcionalidad a la marginalidad carcelaria la ponían entonces los presos políticos vascos, relacionados todos ellos con ETA y los CAA, algunos con el independentismo catalán o el activismo anarquista y aquel solitario Javier Sánchez Erauskin, director de Punto y Hora encarcelado por entrevistar a la hermana de un refugiado que luego mataría el GAL. Con el comienzo del siglo XXI, la excepcionalidad vasca abrió nuevas celdas. Por primera vez desde la muerte de Franco, centenares de militantes también políticos pero no armados, agolparon las galerías y marcaron de nuevo la diferencia en Europa. En Francia, en Italia, en Gran Bretaña, en Alemania, los presos políticos lo eran por pertenecer a organizaciones armadas y peligrosas, como diría Ronnie Kasrils. En España también, pero con nueva jurisprudencia y código penal, por apostar por un cambio radical (revolucionario) sin hacer uso de las armas. La excepcionalidad de Sánchez Erauskin dejó de serla. Un solo ejemplo entre decenas: la dirección de un diario («Egin») fue condenada a prisión y el medio cerrado. El sustrato social de unos y otros (militantes de ETA o de GGAA, HB, Jarrai, Ekin...), sin embargo, era el mismo. En las prisiones continuaron siendo la excepción, donde los migrantes-extranjeros entraron en el círculo carcelario hasta convertirse en minoría mayoritaria (31%). Mucho que ver, asimismo, con los nuevos muros excluyentes. Migrantes que pasaron de ser ilegales a considerarse delincuentes, sin delito por medio. Y por eso surgió un nuevo anexo a la cárcel, el de los CIEs (centros de internamiento de extranjeros), ya experimentados en Francia (CRA, centros de Retención Administrativa) paradójicamente con españoles que durante el franquismo huyeron por el hambre o las torturas. Decía que la vasca era excepción, aunque debería añadir que con mayúsculas. En el último medio siglo de la historia carcelaria española han sido cerca de 7.000 los vascos que han pasado por la cárcel por razones políticas. Por ello, la excepcionalidad, cuando el número es tan elevado, es un supuesto quizás no demasiado acertado. Algún día habrá que reformularlo. Nuevamente, la realidad ha sido terca. Si frente al creciente derribo social español la respuesta ha sido, como apuntaba, el incremento carcelario como método corrector, en el caso vasco la «corrección» ha ido por los mismos derroteros. En 2015, las cárceles contienen internos por los mismos motivos que hace 50 años, en 1965, entre otros por asociación ilegal o protestas laborales. Pero también se anuncia la entrada en prisión de amigos de militantes de ETA fallecidos, por el hecho de haberles pagado una esquela, precisamente en este diario. Hoy, gracias a la estadística, sabemos que el encarcelamiento no tiene relación directa con el delito. A pesar del endurecimiento del Código Penal. Sabemos que en España las cárceles están repletas y sobresaturadas (a un 135% de ocupación) pero que la situación, por el contrario, no guarda relación con un incremento espectacular del delito, con una trasgresión de las formas de convivencia. España y Francia son estados penitenciarios en la medida que cumplen un papel de vanguardia en el actual sistema capitalista. Endurecer las sanciones y fortalecer su sistema de justicia penal es la apuesta de Madrid y París frente a la alternativa, promover sociedades más equitativas. Esta elección es también violencia, tanto pública como privada, y afecta, como ya lo intuyen, a los más desprotegidos.