Enmienda a las absoluciones firmada antes de iniciarse el juicio
La sentencia de la Audiencia Nacional española que condena a siete jóvenes vascos a seis años de cárcel supone una enmienda a la totalidad del fallo que absolvió a otros 40. Niega la credibilidad de las denuncias de tortura e insiste en sentenciar la actividad política pese a reconocer que no existen elementos violentos.La sentencia de la Audiencia Nacional española que condena a siete jóvenes vascos a seis años de cárcel supone una enmienda a la totalidad del fallo que absolvió a otros 40. Niega la credibilidad de las denuncias de tortura e insiste en sentenciar la actividad política pese a reconocer que no existen elementos violentos.
Es probable que la juez Ángela Murillo tuviese firmadas las condenas antes incluso de setiembre, cuando comenzó el juicio contra 28 jóvenes vascos que se cierra con siete órdenes de prisión. Proba- blemente, la decisión se adoptó en el momento en el que la sección primera de la Audiencia Nacional española dictó la absolución de otros 40 en mayo de 2014. Cierto que en ese momento la magistrada todavía no habría decidido cuántos y, sobre todo, quiénes, irían a la cárcel, pero un análisis del fallo hecho público el miércoles deja en evidencia que el objetivo real de este veredicto es plantear una enmienda a la totalidad de aquella exculpación y dejar claro, al menos para estos magistrados, que nada ha cambiado en el tribunal especial. Fijada la meta antes de la vista oral, la ponente solo tenía que llenarla de contenido.
Para ello ni siquiera las explicaciones de la vista oral sobre actividad política han sido tenidas en cuenta: bastaba con aferrarse a las declaraciones obtenidas bajo tortura y reforzarlas con «pruebas» tan concluyentes como camisetas o pegatinas halladas en los registros policiales.
Dos son los elementos clave que aparecían en aquella absolución y que ahora se descartan tajantemente. El primero, la credibilidad de las denuncias de tortura. El segundo, la consideración de que no puede condenarse por «terrorismo» a acusados en un procedimiento en el que no aparece ni una sola acción violenta. Ambos fueron ampliamente detallados por la sentencia firmada por Ramón Sáenz Valcárcel y Manuela Fernández Prado pero se rebaten con contundencia en el fallo redactado por la juez Murillo. Una firmeza que, en realidad, se limita a las formas, en muchas ocasiones irónicas y despectivas, pero no al contenido, carente de razonamientos más allá del convencimiento previo de que había que condenar.
Buena parte de los 110 folios que componen la sentencia están dirigidos a deprestigiar tanto las denuncias de tortura como las pruebas periciales del Protocolo de Estambul. Si en junio de 2014 pudimos leer un varapalo judicial a todo el proceso de incomunicación y un reconocimiento explícito de la verosimilitud de los relatos de tormento, en este caso nos encon- tramos con la otra cara de la moneda. «Las alegadas torturas no se han acreditado en lo más mínimo», asegura el fallo. En realidad, se trata de una cuestión de fe. Es decir, que la sala no cree a los jóvenes o más bien no quiere creerles, pese a los desgarradores testimonios que concluyeron con algunas de las víctimas del maltrato quebradas o rompiendo a llorar. «Nada de esto creemos, pero es lo que todos dijeron», llega a asegurar. Como de lo que se trataba era de refutar la veracidad, los magistrados llegan a especular con que «la actitud de los procesados en el acto del juicio cuando oían o veían a sus presuntos torturadores no arrojaba precisamente síntomas de estrés, de depresión, de angustia vital».
Un ejemplo de que los jueces traían la conclusión aprendida de casa puede apreciarse cuando enumeran los malos tratos denunciados por los jóvenes. Hablan de golpes, de sesiones de «bolsa» y de «electrodos y fuertes descargas». Un tormento que nunca apareció en ninguno de los testimonios pero que los magistrados lo incluyen como si formase parte de un paquete indivisible.
El Protoco de Estambul y el peritaje psicológico también es objeto de descalificación, llegando a cuestionarse que no se entrevistase a los policías responsables de la tortura o que no se visitasen las comisarías. Al margen de la objetiva imposibilidad de dichas labores, el fallo obvia que según el protocolo de la ONU estas conversaciones servirían únicamente para ampliar el informe, cuyo objetivo, no olvidemos, es determinar la credibilidad del relato y detectar signos de estrés postraumático.
Al hablar sobre el carácter «terrorista» de las acusaciones y a la ausencia de elementos violentos, el fallo sí que entra directamente a chocar con la sentencia de 2014. Reconoce que, al ser imputaciones similares entre ambos sumarios (en realidad, el actual es una continuación del anterior) podría interpretarse que nos encontramos ante situaciones iguales. «Profundizando en este tema concluimos que las apariencias son solo eso, apariencias», dice la sentencia. ¿En qué se basa para tal argumento? No lo sabemos, ya que la ponente decide no extenderse. Al final, lo que se pena es la política, pese a que se incluye la coletilla habitual de que las penas no son ideológicas sino debido a los «medios».
Rechazada la verosimilitud de las denuncias de tortura y determinada la sala a condenar, faltaba por fijar el argumentario. Para ello, la sala se aferra casi exclusivamente a las declaraciones ante Fernando Grande-Marlaska. Aquí hay un elemento clave. En el fallo de 2014 se indi- caba que el período de incomunicación se extiende hasta el despacho del juez y se ponía en cuestión que los testimonios se ofreciesen de modo «libre y voluntario». No ocurre así en este caso. De hecho, la única base para las condenas son las inculpaciones obtenidas tras cinco días en manos de la Policía. No hay más. Una posición que deja claro que el intento garantista de la sentencia absolutoria queda como anomalía en una audiencia que sigue «bunkerizada».