41 días para llegar a Alemania
Khaled y Mohamed llegaron a Alemania poco antes de que el éxodo de los refugiados se convirtiese en noticia. Tras 41 días y 8.000 euros pagados se encuentran, sanos y salvos, en Soest. Después del éxodo queda rehacer su vida, estudiar y olvidar lo que dejaron en Siria.
Khaled ya no existe más en Siria. Oficialmente está muerto. Según la versión del Ejército, el mismo en el que sirvió desde 2010, salió volando en una escaramuza ocurrida este verano. Hubo una explosión y no regresó, así que lo más lógico era pensar que había fallecido como tantos otros compañeros. Sin embargo no fue así. El joven aprovechó la confusión, se escabulló y logró cruzar la frontera con Turquía. En Estambul le estaba esperando Mohamed, su hermano. Ahora, tras 41 días de periplo, los dos se encuentran en Soest, en Alemania, un municipio ubicado en el extrarradio de Suttgart. Ambos han logrado su objetivo. Son refugiados. Aunque para el reportaje no pueden usar sus nombres reales. Sus padres todavía están en Damasco y tras cuatro años de conflicto salvaje prefieren no pensar en qué podría ocurrirles si se descubre que su hijo desertor sigue vivo y está con su hermano, señalado por participar en las protestas de 2011 pero desencantado con una revuelta de la que ahora reniega. «No llevo barba. No soy islamista. No me quieren», afirma con tristeza.
Antes de que Khaled decidiese abandonar el Ejército, Mohamed ya había convertido Alemania en su próximo destino. Estudiaba en la universidad y logró una visa de estudiante para Estambul. Allí, durante más de un año, se preparó para el siguiente paso. Estudió alemán. Consiguió que una facultad le aceptase. Cumplió toda la burocracia. Pero le rechazaron en dos ocasiones. «Hice todo lo que pedían y aún así me denegaron el visado. Mi única oportunidad era ir de forma ilegal», señala, a través de Skype, desde el hotel donde las autoridades germanas les han alojado a la espera de saber qué hacen con los 250 refugiados que residen en Soest.
El 3 de julio, cuando los griegos apuraban las horas para el referéndum convocado por Alexis Tsipras, los dos hermanos, junto a otros 58 compatriotas, pasaban desde las costas turcas hacia la isla de Samos. Junto a ellos iban 9 niños de corta edad. Cada uno había pagado mil euros por subirse a lo que denominan el «barco sirio», las pequeñas lanchas que cada noche se lanzan hacia Europa. «El bote era realmente pequeño. Ni siquiera podías mover las piernas. Simplemente debías relajarte y esperar», dice Mohamed. El trayecto duró cinco horas. El motor apenas aguantaba el peso. Días antes lo habían intentado pero fueron sorprendidos por la policía turca. Tras dos jornadas en comisaría les entregaron un papel en el que se les instaba a abandonar el país en un mes. No hacía falta que se lo repitiesen dos veces.
Mesa de negociaciones
Los guardacostas fueron su comité de bienvenida a Grecia. Les rescataron en el mar y les trasladaron a Samus. Allí, una constante que se repetirá durante todo el trayecto: esperar. Siempre hay un papel que recibir o una nueva barrera que sortear. «La situación era muy difícil. No había comida y dormíamos en el suelo», recuerda Mohamed. Tras una semana lanzaron un ultimátum a los uniformados. Y parece que funcionó, porque al día siguiente eran embarcados a Atenas. Allí se abrían dos posibilidades. La cara: pagar 3.000 euros por cabeza por un pasaporte falso y volar directamente hasta Roma. La barata: emprender la larga marcha que tan tristemente conocida se ha hecho en los últimos días en la prensa europea. Sin tantos fondos en el bolsillo optaron por dirigirse a la frontera macedonia.
Cada paso fronterizo tiene su intrahistoria. Todos comparten los uniformados, la gente hacinada, la incertidumbre y un «sálvese-quien-pueda» que se mezcla con personas sin escrúpulos y gente buena que intenta ayudar. En este caso, policías macedonios les indicaron un paso por la montaña. Desde ahí llegaron a lo que Khaled define como «masacre sangrienta». Es decir, el tren. Ese tren. Las vías que hasta hace poco nadie conocía en Europa pero que ahora se han hecho famosas por las imágenes de hacinamiento y desesperación. Según cuenta Khaled, había cuatro policías para miles de personas que no cabían en los tres vagones habilitados. Así que lograron organizarse y, día a día, emprendieron la marcha.
Gente que ayuda a cambio de nada
La frontera serbia es el siguiente paso. «Estábamos unas 10.000 personas esperando. Le intenté explicar (al policía) que teníamos que cruzar. Me hizo señas y me indicó que había una cámara del Gobierno húngaro. Que si me ayudaba se iba a meter en problemas. Yo tenía la sensación de que realmente quería colaborar, pero no podía». En estas circunstancias, Khaled no tenía por qué no creerle. Así que, nuevamente, tomó el camino alternativo. «En Serbia con dinero puedes hacer cualquier cosa», dice.
Llegados a este punto la historia de estos dos hermanos no sigue el mismo trayecto que el del resto. Según cuentan, tuvieron la suerte de conocer a la persona adecuada que, a cambio de nada, les llevó a Viena. De ahí a Alemania. Y ahí aún tuvieron su último encontronazo con la policía. Querían llegar a Bremen pero en el camino les atraparon. Casi estaban ahí. Pero no. Aún se ríen cuando Khaled cuenta cómo se hizo pasar por un tipo de Manchester forzando el acento y, cuando la trola ya había colado, su hermano, en perfecto alemán, confesó ante los agentes que el supuesto británico era tan sirio como él. Así que acabaron en comisaría y, según el protocolo, en el hotel donde aguardan sus papeles. Ahí siguen.
«Tenemos buenas vistas. Comemos tres veces al día y nos dan cuatro euros al día. Si pasamos por alto el hecho de que no tenemos papeles, podríamos decir que estamos bien», dice Khaled. No se queja. Tampoco su hermano. Aunque ambos querrían rehacer su vida. Ninguno quiere que cuiden de ellos, ya han demostrado que saben hacerlo, y su perspectiva es seguir estudiando. «Esa no era mi guerra. Yo no quiero luchar con un arma sino con un bolígrafo», dice Khaled, que considera que, a estas alturas, la elección es «entre dos mierdas». Lo verdaderamente tangible es que los dos hermanos están en Alemania. Y que muy a su pesar no tienen ninguna intención de volver. «Si voy a Damasco me detendrán. Si voy a Iblid o a Alepo, esos estúpidos me matarán. No hay espacio para los sirios en Siria», dice Mohamed. Ahmed remata: «yo ya no soy sirio».