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No corren mejores tiempos para Erdogan en la arena internacional

Forzado a repetir elecciones tras perder la mayoría absoluta en junio e inmerso en una crisis con atentados en los que se le acusa de complicidad con el ISIS, el proyecto neootomano de Erdogan vive malos tiempos tras el fracaso de las revueltas islamistas árabes y la ofensiva rusa en Siria.

Erdogan, tras una marcha a su favor. (Bulent KILIC / AFP)

Mucho ha llovido desde que, con motivo de su histórico triunfo electoral allá por 2002, el líder del islamista Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), Recep Tayip Erdogan, inaugurara una era política que, en el interior, supuso en los primeros años un ajuste de cuentas con los poderes fácticos que gobernaron Turquía desde la muerte de Mustafah Kemal Atatturk, y que, en la arena internacional, impulsó que el país volviera su mirada a Oriente y al mundo arabo-musulmán tras décadas de relaciones fluidas con Occidente –en su sentido más geográfico y cultural, no solo geopolítico del término–.

Los 13 años transcurridos desde entonces son mucho tiempo, demasiado en el convulso escenario internacional de la época actual, y más en el contexto regional de Oriente Medio.

En clave interna, y gracias al acuerdo estratégico del AKP con sectores bien situados en el establishment turco como la cofradía musulmana de Fetullah Gullen –que había logrado introducirse (entrismo) con éxito en sectores como la judicatura y la Policía–, el Gobierno de Erdogan logró, avalado por sus sucesivas e incontestables victorias electorales, domeñar al Ejército turco, tradicionalmente golpista, y a los estamentos judiciales kemalistas, que habían amenazado más de una vez con ilegalizar a la formación islamista turca.

En la arena internacional, y de la mano del ministro de Exteriores y hoy primer ministro en funciones Ahmet Davutoglu, la Turquía del AKP impulsó una política de «profundidad estratégica» que buscaría un liderazgo de poder blando de Turquía en el conjunto de la región.

La «Nueva Turquía» reivindicaba así y sin rubor alguno la herencia de los 600 años del imperio otomano y apostaba por el islam suní como el engrasante de sus pretensiones regionales. En opinión de Davutoglu, uno de los principales estrategas diplomáticos del mundo en la pasada década, el fundador de la Turquía moderna que se irguió sobre el cadáver de aquel imperio, Kemal Atatturk, erró al «elegir convertirse en un elemento periférico bajo el paraguas de la civilización occidental, en lugar de apostar por ser un centro, siquiera débil, de su propia civilización».
El veto de la Unión Europea, léase de Alemania, a la entrada de Turquía, evidenciado con la congelación de unas negociaciones de adhesión que comenzaron ni más ni menos que en 1963 (Acuerdo de Ankara), coadyuvó a ese giro hacia Oriente del Gobierno del AKP.

Y es que cabe recordar que, tras su llegada al poder, Erdogan defendió la entrada en la UE y trató de impulsar las negociaciones de adhesión. Al ver que la UE seguía dándole largas a Turquía, el despecho se apoderó no solo del Gobierno del AKP sino de buena parte de la opinión pública turca, incluso de la más proocidental y laica.

Con motivo de la actual avalancha de refugiados, la UE y la propia canciller alemana, Angela Merkel, han tratado de comprar, con promesas de desbloqueo de las negociaciones y con dinero, un compromiso turco para frenar el flujo desde Siria. A tenor de la fría respuesta de Ankara, todo apunta a que llegan demasiado tarde.

De vuelta al reposicionamiento de Turquía en los primeros años de poder del AKP, Davutoglu defendía una política de «cero problemas con los vecinos», compatible a su juicio con el impulso de un liderazgo blando de Turquía en los países y regiones que vivieron bajo la égida del imperio otomano.

Erdogan no tenía entonces problema alguno en coincidir en vacaciones con su «hermano» y presidente sirio, Bashar al-Assad. O en ser premiado y agasajado por el hace cuatro años brutalmente linchado líder libio, Muamar al-Gadafi.

La decisión de Turquía de eliminar los visados a países de África y Oriente Medio le granjeó muchas simpatías. Simpatías que se convirtieron en admiración allá por 2010, cuando Turquía lideró la Flotilla de la Libertad rumbo a Gaza que fue asaltada por Israel con el resultado de nueve solidarios turcos muertos. Un año antes, Erdogan aprovechaba la cumbre de Davos para denunciar los criminales bombardeos israelíes de diciembre-enero contra la Franja.

Lo cierto es que el AKP turco, como partido islamista que es, no ha ocultado nunca su especial querencia hacia el partido que gobierna en Gaza, Hamas, que no es sino la sección palestina del movimiento político islamista mundial de los Hermanos Musulmanes.

La irrupción de las revueltas árabes, y de forma especial la victoria consiguiente de las formaciones islamistas, forzó un giro de 180 grados en la política internacional turca.

Contra casi todos los pronósticos –la mayoría basados en un desconocimiento primario de la realidad de esos países y en unos prejuicios eurocéntricos evidentes–, las secciones nacionales de los Hermanos Musulmanes vencieron con claridad en las elecciones que siguieron al derrocamiento de los regímenes en Túnez y en Egipto.

Como por arte de magia, y coincidiendo con su ensimismamiento y endiosamiento en el poder tras tres victorias electorales consecutivas e incuestionables, Erdogan asistía a un momento, el de la llamada Primavera Árabe, que parecía acelerar sus planes de reeditar un suerte de neootomanismo islamista desde el Túnez de Enhada hasta Oriente Medio, pasando por el Egipto de los Hermanos Musulmanes.

Esta percepción de que la historia se aceleraba para satisfacer los designios formulados una década antes por Davutoglu se vio reforzada con la revuelta siria, que tras su inicio en marzo derivó rápidamente en una guerra civil en la que las distintas potencias regionales y mundiales comenzaron a luchar, y siguen haciéndolo cuatro años después, por delegación.

Erdogan no pestañeó ante el linchamiento televisado de Gadafi y esperaba que su otrora «hermano» Al-Assad cayera como fruta madura. En su descargo, pocos daban un duro porque el presidente sirio pudiera aguantar un año en el poder. De todas formas, su apuesta en Siria le enemistó definitivamente con Irán, valedor regional de Damasco pero con el que Erdogan mantenía fluidas relaciones.

Pero las cosas se empezaron a torcer para Erdogan con el golpe de Estado que acabó con el Gobierno del presidente egipcio, Mohamed Morsi, una asonada que fue el colofón a una campaña de hostigamiento contra un Gobierno, el de los Hermanos Musulmanes, que mostró su bisoñez e incapacidad para regir los destinos del país.

Tras el aviso egipcio y una campaña de oscuros atentados contra dirigentes de izquierda en Túnez, los islamistas de Enhada se avinieron rápidamente a evitar un destino parecido al de sus hermanos egipcios y abandonaron de forma ordenada el poder, permitiendo el retorno, disfrazado pero real, del viejo régimen, personificado en la presidencia de Beji Caid Essebsi, quien fuera fiel al derrocado rais tunecino Ben Ali.

En poco más de dos años, Erdogan asistía al desmoronamiento del castillo de naipes con el que soñó con restaurar su sueño neootomano. Y observaba indignado y desgañitándose cómo la «comunidad internacional», liderada por EEUU, bendecía de facto el regreso de los militares al poder, del que en realidad nunca se fueron, en Egipto. Un regreso saludado y financiado por Arabia Saudí –enemiga histórica de los Hermanos Musulmanes–, lo que le granjeó a Ankara una nueva enemistad, ahora con el régimen de Ryad.

Por si todo ello fuera poco, el conflicto sirio se enquistaba sin vencedores ni vencidos y, con la irrupción del Estado Islámico y con la conversión de los kurdos en la verdadera punta de lanza contra este yihadismo de última generación, comenzaba a generar más problemas que esperanzas a Ankara.

La huida hacia adelante de Erdogan, quien decidió sacrificar las negociaciones con el PKK antes de implicarse de lleno contra el ISIS, ha provocado un enfriamiento de las relaciones de Turquía con EEUU.

Finalmente, la ofensiva militar y diplomática de Rusia en Siria ha pillado a Occidente y en especial a Turquía, con el pie cambiado. Al punto de que se está viendo forzada a admitir una transición con Al-Assad.

La política de cero problemas con los vecinos no es sino un viejo recuerdo. La Turquía de Erdogan acumula problemas con todos sus vecinos, cercanos y lejanos, y, noqueada, semeja cada vez más un Estado paria en el siempre despiadado panorama de la política internacional.

Aparentemente inasequible al desaliento, el presidente Erdogan parece insistir en marcarse como objetivo convertirse en una suerte de sucesor neotomano de Atatturk.

Pero la realidad se impone y las elecciones de este domingo marcarán sin duda un punto de inflexión en el que la nueva Turquía tendrá que repensarse a sí misma. Aunque Erdogan gane. E incluso si lo hace, algo improbable, por mayoría absoluta.