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Entrevue
Agencia EFE

Muerte y esperanza en la minería ilegal de gemas en Camboya

Es un buen negocio para quienes alquilan el terreno, no para quienes excavan un precario pozo minero en busca de piedras preciosas. Esto sucede en uno de los destinos turísticos del Sudeste Asiático.


Cientos de camboyanos se juegan cada día la vida en la provincia de Ratanakiri –que se ha convertido en uno de los destinos turísticos más visitados y está ubicada en el noreste del país– donde abren por su cuenta minas en busca de piedras preciosas con la esperanza de salir de la pobreza.

En el fondo de un agujero vertical de menos de un metro de ancho cavado en una plantación de caucho, Touy Nheb, de 23 años, pica la arcillosa tierra y va rellenando un cubo con ella, hasta que, diez metros más arriba, su madre comprueba el peso y lo eleva con una rústica polea hasta el exterior.

Unas cincuenta personas trabajan en este yacimiento de gemas del distrito de Borkeo, cerca del pueblo Bokea Chas, donde los árboles plantados en perfectas filas y los montículos de tierra roja cubren hasta donde alcanza la vista.

«Este año, cerca de veinte personas han tenido accidentes y, en total, en esta zona han muerto entre diez y veinte personas (desde que se empezó a cavar)», cuenta Touy Ly, la madre de Nheb, mientras sus callosas manos buscan pequeñas piedras entre la tierra. El director provincial de la ONG local Adhoc, Chayu Thy, cifra el número de fallecidos en unos diez, aunque admite que es difícil de precisar ya que los trabajadores no informan de los desprendimientos que sepultan a los mineros por miedo a que detengan sus actividades. «Cuando mueren dentro, sacan la tierra y se llevan el cuerpo», dice Touy Ly, de 40 años, que pertenece al grupo indígena tompuon.

Según algunos mineros, la extracción ilegal en esta zona se remonta por lo menos a quince años atrás y no podría existir sin la permisividad de las autoridades. «(En otros sitios) a veces la policía les detiene, pero aquí no porque el jefe paga dinero a la policía provincial para cavar», admite Touy Ly.

En Ratanakiri, que hace frontera con Vietnam y Laos, cerca de la mitad de la población pertenece a minorías étnicas y la dependencia de la agricultura es mayor que en otras provincias del país. Esta minería informal es una apuesta arriesgada para los mineros pero un buen negocio para los dueños de la plantación, que alquilan las parcelas para su explotación y se quedan con el monopolio de la compra de gemas.

«Todas las gemas que encontramos las vendemos al jefe porque él alquila esta tierra, a unos 1.000 dólares la hectárea», indica Touy Ly. «He encontrado gemas tan grandes como mi brazo. Algunas se rompen pero otras son buenas; me han llegado a dar 2.000 dólares por una de ellas», añade la mujer para después quejarse de los días en los que no gana nada.

Muchas de las piedras preciosas acaban en tiendas de Banlung, la capital provincial, donde se venden al doble o el triple de lo que reciben los mineros artesanales.

En “Lim Sou Heng”, una de las tiendas más grandes de Banlung, la dependienta afirma que las circonitas vienen de Borkeo, donde la mayoría de los operadores no tienen la licencia que exige el Ministerio de Energía y Minas, según Adhoc.

Preguntado por la agencia Efe sobre cómo se desarrolla la minería en su distrito, el gobernador de Borkeo, Meas Sareth, rechazó continuar con una entrevista.

Visitas guiadas

A pesar de estas irregularidades, algunos guías ofrecen a los turistas visitas a las minas, donde un grupo de vendedoras les recibe para intentar venderles las gemas de menor calidad.

«Voy a pedirles entrar en uno de los agujeros para sacarme una foto», exclama Adrián Álvarez, un joven turista español que visita una de las minas junto a su novia. No lejos de los turistas, Ton Lihour cuenta que empezó a buscar piedras preciosas en el distrito de Lumphat, también en Ratanakiri, cuando tenía dieciséis años y que quince años después la extracción de gemas es el único trabajo que puede conseguir.

Teñido por el rojo de la tierra, Ton Lihour admite que a veces trae a su hijo de tres años a la plantación como hacen muchos de los mineros, aunque no quiere que se dedique a lo mismo cuando sea mayor.