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La mina de Trepca languidece desde la guerra de Kosovo

La paz pocas veces devuelve lo que se lleva la guerra. Trepca, el consorcio minero más importante de la antigua Yugoslavia, languidece tras décadas sin inversión y con un problema político que impide definir su estatus. Un fratricidio industrial que se está llevando por delante el futuro de una región entera de Kosovo.


En 1990, la mina Stantërg del consorcio Trepca producía alrededor de 700.000 toneladas anuales de minerales. Fue, con los datos que aporta Qazim Jashari, el actual director, el último gran año para la mina más importante de Kosovo, que a su vez era uno de los mayores centros de extracción de plomo del mundo.

Entonces se decía, con cierto resquemor entre los albaneses, «Trepca radi Beograd se radi» («Trepca trabaja, Belgrado se desarrolla»). Tres décadas después, lamenta Jashari, la producción anual en Stantërg es de 130.000 toneladas: insuficiente incluso para satisfacer las demandas de Mitrovicë. A 745 metros de profundidad, 15 metros por debajo del nivel del mar, en la planta once de Stantërg, el ingeniero jefe Fatmir Hyseni refleja el sentir general de los mineros: «Si los políticos quisieran ya habrían desarrollado la minería, que es un regalo de Dios en Kosovo, para crear empleo en Mitrovicë».

La región de Mitrovicë, donde se encuentra Trepca, era la más próspera de Kosovo, un oasis que proporcionaba empleo y estabilidad en una tierra carente de oportunidades. La convivencia entre albaneses y serbios bajo el liderazgo de Tito, cimentada en la bonanza económica y los derechos constitucionales a las minorías, se resquebrajó en los turbulentos años 80. Entonces llegó la represión, y Trepca, que aportaba buena parte del PIB kosovar, no fue una excepción: 18.000 mineros albaneses fueron despedidos. En 1998 estalló la guerra de Kosovo, y desde entonces, condicionada por el conflicto político entre Kosovo y Serbia, así como por la falta de inversión, impera el desamparo en Trepca.

Qazim Jashari, primero minero, entre 2003 y 2012 director de producción, hoy director general, asegura que la solución es más inversión: «Tenemos 663 trabajadores y necesitamos al menos un millar. Con unos 5 millones de euros para equipar esta mina y con más trabajadores podríamos alcanzar en tres años las 400.000 toneladas anuales». En total, estima, 3 millones de toneladas de minerales como oro, plata, bismuto, zinc, plomo o cadmio yacen en el interior de Stantërg. Bajo el precio de venta actual, continúa, equivaldrían a unos 7.000 millones de euros. Cantidad que aumentaría considerablemente con la construcción de una planta de fundición que optimice la extracción: las que había antes del conflicto, Zveçan y el Parque Industrial de Mitrovicë, ya no operan. «Una planta nueva, de producción australiana, cuesta 82 millones. La he visto en Bulgaria. El Gobierno sabe que la necesitamos. Lo planea, pero ya sabe, no lo hace».

El estatus

En 1988, Trepca empleaba a 23.000 personas, aunque tras las purgas de los años 90 el número se redujo a 5.000. Hoy, el cuerpo laboral es de 2.500 mineros: un millar de serbios al norte del río Ibar, área controlada de facto por Belgrado, y 1.500 albaneses en el sur. Una de las razones de este descenso está en la guerra de Kosovo. Tras ella, los daños permitieron reanudar la actividad solo en cuatro de las once minas. «Los serbios destrozaron material y llenaron las minas de agua. Hasta 2005 no pudimos deshacernos del agua. Aquí encontramos 1.200.000 m3», recuerda Jashari. ¿Y el Gobierno no piensa drenar otras minas? «Hajvalia tiene más potencial y ya tenemos proyectos para drenar el agua con una empresa checa, pero esperamos a la resolución final sobre Trepca».

Legalmente, sin tener en cuenta la realidad de la segregación en la región, el consorcio Trepca es un solo negocio, con una sola cuenta corriente y un único número fiscal. Establecido en 1926, tras la II Guerra Mundial fue nacionalizado por el Gobierno yugoslavo. A mediados de los años 80 ya era una conglomerado con empresas asociadas con hoteles en Montenegro. Sin embargo, a finales de esa década la producción comenzó a ser deficitaria. El Gobierno inyectó dinero, pero no podría contener una deuda que no dejaría de crecer pese a la polémica reforma de privatización parcial de 1992. Con diferentes inversores extranjeros intentando hacerse con el control de parte de las infraestructuras, estalló la guerra de Kosovo. Y todo, salvo el desamparo, cambió en Trepca.

El informe «The future of the property status of Trepca and its development perspective», realizado por el Group for Legal and Political Studies, destaca que la transformación de Trepca iniciada en 1992 fue considerada dañina para los albaneses por la UMNIK, entidad de la ONU que gobernó Kosovo hasta 2008.

Amparándose en este referente, Kosovo «ignoraría» cada una de las medidas que Belgrado tomó entre el 22 de marzo de 1989 y el 13 de junio de 2002, incluidas las relativas a Trepca y su deuda. En 2002 se creó la Agencia Fiduciaria de Kosovo, encargada de gestionar Trepca durante la regencia de la UNMIK. La venta y transformación de sus activos estaban prohibidas, medida que alejó a los potenciales inversores. Tras la independencia de 2008, que, entre otros, no es reconocida por Serbia, Rusia, China y cinco estados de la UE, la Agencia de Privatización de Kosovo heredó el control de Trepca. Desde entonces, Pristina ha buscado una fórmula para rehabilitar Trepca partiendo de la premisa de la soberanía sobre esta región y sus recursos, que son de Kosovo y no de Serbia. Así, en octubre de 2016 el Parlamento kosovar aprobó una ley por la que el 80% del consorcio Trepca pasaría a manos del Estado, mientras el 20% restante sería propiedad de sus trabajadores. La Justicia consideró esta nacionalización contraria a las leyes. Sin embargo, este año el Parlamento de nuevo aprobó la nacionalización. «Es buena ley, pero que se implemente ya», apremia Jashari, quien asegura que «Trepca nunca pertenecerá a Serbia».

En la mina

Fatmir Hyseni, de 32 años y naturaleza amable, es el encargado de mostrar las entrañas de la mina más importante de Kosovo. Lo primero es cambiarse de ropa: cascos, monos de trabajo y botas se amontonan en una habitación del edificio principal. Tras salir al exterior, un cartel negro con letras blancas recuerda que está prohibida la entrada sin el equipamiento de seguridad Escrito en la puerta de entrada en letras mayúsculas se desea «Me Fat» («buena suerte»).

La oscuridad es protagonista en los escasos metros que separan la entrada del ascensor, que atraviesa las once plantas de esta mina. El elevador, que asciende y desciende a 7 u 8 metros por segundo, tiene dos plantas. En ellas pueden ir o las cargas o un máximo de 24 personas. Nunca se juntan, como si este oficio entendiera del problema étnico entre serbios y albaneses.

En cada planta hay una oficina en la que fichar. Es el segundo registro, una medida esencial para evacuar a los trabajadores si hubiera un problema. La planta más profunda, que es la que dirige Hyseni, generalmente es la más peligrosa, pero también la que más minerales tiene. A medida que se avanza hacia las nuevas zonas de la mina, aumenta el volumen de agua, «que la maldita da mucho trabajo en la mina», comenta Hyseni. La humedad también es mucho mayor. Hay gases. Se empañan las lentes de las cámaras. Cuesta un poco más respirar. En el suelo, cables amarillos flotan sobre el agua. Fueron usados para explosiones recientes. Al fondo, en la parte de la mina que reluce con tonos dorados y plateados de los minerales, Hyseni señala el próximo túnel. Aquí pondrán explosivos. Reventarán las rocas. Bislim es quien dirige la parte más peligrosa de la extracción. Coloca cables y comprueba, antes que nadie, que la zona es segura tras la detonación. «El boom boom es lo mío», bromea.

Ramadani Arifi, minero desde hace 35 años, tan alto que toca con el techo del ascensor, recuerda el periodo en el que desafiaron la autoridad de Belgrado. Él estuvo ocho días en huelga de hambre en 1989. «Mucha gente fue arrestada tras salir de la mina. Incluso hubo condenados. Pero nunca desistimos: los mineros somos como una familia», recuerda. Tres décadas después la lucha continúa, aunque ahora contra el Gobierno kosovar: pese a cobrar 800 euros mensuales, el doble que la media kosovar, los mineros reclaman más derechos. «Las condiciones tienen que cambiar porque si fallezco solo darían a mi familia 15.000 euros. Además, luchamos para que rebajen la edad de jubilación: en la época de Tito llegaba tras 28 años en la mina», explica Hyseni.

Ya en el exterior, el impacto de la luz del mediodía molesta. Dura algunos minutos, como consecuencia de varias horas en los túneles de Stantërg. Antes de despedirse, mirando más por todos esos compañeros desempleados, pensando que tal vez sus hijos tengan algún día que emigrar, como hacen o quieren hacer cada unos de los albanokosovares que no ven esperanza en su joven país, Hyseni insiste en la única solución posible para que el desamparo abandone Trepca y Mitrovicë vuelva a sonreír: «Necesitamos inversión, inversión e inversión».