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Solidaridad con las víctimas e ira contra los medios tras la masacre de Christchurch

Las vigilias en recuerdo a las víctimas de los tiroteos de Christchurch se suceden en todo el mundo mientras que las preguntas sobre la demonización de los musulmanes y la cobertura a los supremacistas blancos siguen sin respuesta.

Brenton Tarrant, presunto autor de la matanza, comparece ante el juez. (Mark MITCHELL / AFP)

Nueva Zelanda está conmocionada tras el ataque, grabado y difundido en directo en Facebook, de un supremacista blanco y cristiano que en cuestión de horas tiroteó mortalmente a 49 musulmanes e hirió de gravedad a otros 20 en dos mezquitas de Chistchurch durante las oraciones del viernes.

El país, que sin ser perfecto, se consideraba a sí mismo como seguro, estable, multicultural e igualitario, lejos y a salvo de las ola islamófoba que sacude Australia, Europa o EEUU, se ha despertado incrédulo, devastado ante el peor ataque de su historia, algo inconcebible en el país de la «vía kiwi», un modelo de integración y organización social alejado de las voces de odio que acechan al planeta y del que está muy orgulloso.

Los neozelandeses han visto cómo el presunto autor de la masacre, el australiano de 28 años, Brenton Tarrant, comparecía esposado y con uniforme blanco carcelario ante el juez que lo ha inculpado directamente y ha vuelto a citarlo en unas semanas a la espera de que la investigación arroje nuevos datos.

No obstante, esas imágenes no han podido evitar las preguntas incómodas a las que las autoridades neozelandesas deben responder. A saber: cómo ha sido posible que Brenton Tarrant, que nunca escondió su apoyo al supremacismo, que planificó durante meses el ataque y que era especialmente activo en redes sociales, no estuviera en el radar de los servicios de Inteligencia, ni tuviera ningún problema en obtener una licencia de armas ni en hacerse con un arsenal de armas de guerra.

La primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, que ya había intentado repetidamente hacer más estricta la legislación de armas, tras el terrible ataque del viernes, ha prometido que en adelante todo va a cambiar.

Mientras tanto, las muestras de solidaridad se han suceido en Nueva Zelanda y en el resto del mundo. Un doble sentimiento se ha apoderado de quienes se han acercado a las concentraciones y vigilias.

Por una parte, la solidaridad con las víctimas y la expresión de la idea de que un ataque contra la fe en cualquier parte, contra cualquier religión, es un ataque contra la fe en todas las partes, contra todas las religiones.

Y por otra, una sensación de cólera, especialmente en la comunidad musulmana, no solo contra el atacante, sino contra los medios y políticos que han demonizado a los musulmanes, que han echado gasolina al fuego y empeorado el problema de la islamofobia. En otras palabras, que han perpetuado la narrativa de la alteridad de una comunidad para que sea percibida como infiltrada, desleal y deshumanizada.

Para la comunidad musulmana ha resultado particularmente hiriente que las redes sociales, aunque expresaran simpatía con las víctimas e intentaran retirar los vídeos del tiroteo, no bloquearan la expansión viral de las imágenes, que atrapados por la fiebre maligna por conseguir el mayor número de clics o de telespectadores llevó a medios mayoritarios y «respetables», desde los que dirige el oligarca Rupert Murdoch hasta la ETB en manos del PNV, a reproducir parcial o totalmente lo que el autor había grabado con su cámara.

Este hecho ha dejado otra cuestión en evidencia. La ausencia de una categoría especial para el extremismo supremacista blanco y cristiano de extrema derecha, que tiene alcance y redes globales y que, a diferencia del yihadismo radical, las grandes compañías en nombre de la libertad de expresión no consideran una amenaza y no toman en serio la expansión de su ideología tóxica y violenta.

Es más, el propio presidente de EEUU, Donald Trump, –al que el autor de la matanza nombró en el manifiesto que colgó en redes sociales–, llegó a proponer la prohibición de entrada en su país de los musulmanes durante su campaña de 2015, volvió a negar ayer que el supremacismo blanco sea una «amenaza global ascendente». Volvió a hacer lo que hizo el topo, vender sus ojos a cambio de una cola y vivir bajo tierra, ciego: la sucesión de masacres con el argumento de «parar la invasión musulmana» –Noruega, mezquitas de Quebec y Finsbury Park en Londres, Charlottesville (Virginia)…–, ni tampoco esta última de Christchurch, no ha cambia el paso de un presidente al que adoran los perpetradores de los mismos, los supremacistas.