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Entrevue
LAURENT BONELLI
MAESTRO DE CONFERENCIAS EN LA UNIVERSIDAD PARIS-NANTERRE

Laurent Bonelli: «No se puede analizar la violencia en la calle obviando la violencia policial»

Miembro del Instituto de Sociología y, autor, entre otros ensayos, de “La fábrica del radicalismo”, Laurent Bonelli ha participado esta semana en Baiona en una conferencia organizada por EH Bai sobre el reforzamiento del arsenal represivo contra las protestas en las calles.


Laurent Bonelli es una firma habitual de medios como “Le Monde Diplomatique”. Antes de su conferencia en la capital labortana habló con Mediabask-GARA y lo hizo para lanzar una alerta clara sobre las consecuencias de la instauración en el Estado francés de «una suerte de despotismo administrativo que pone en manos de los prefectos o de los servicios de seguridad internos actuaciones que antes se desarrollaban bajo control judicial».

¿Cuáles son, en su opinión, los cambios más importantes que aporta la ley promulgada en el Estado francés para reforzar el castigo a manifestantes que actúan de forma violenta?

Esa ley, adoptada en abril de 2019, incluye un cierto número de medidas entre las que se incluyen la extensión de los registros de las personas y de los vehículos situados en las cercanías de los lugares de manifestación, la posibilidad de extender los controles de identidad y la creación de un nuevo tipo de delito, consistente en llevar el rostro cubierto «sin motivos justificados». Ese último delito se castiga con un año de cárcel y 15.000 euros de multa.

Distintos legisladores han advertido de las implicaciones de esa norma en cuanto a la separación de poderes.

Esa ley, adoptada en el contexto específico de las manifestaciones con enfrentamientos violentos, en particular de los «chalecos amarillos», tiene ciertos antecedentes que llaman a la reflexión. Una ley similar fue adoptada en 1970 tras las revueltas de Mayo del 68.

Legislar de forma compulsiva permite a los responsables políticos demostrar que «hacen algo» en una coyuntura en la que su legitimidad es contestada en las calles. Elaborar una ley equivale en cierto modo a dejar claro que se tienen las riendas políticas y que existe una voluntad firme de responder con toda la energía precisa a una violencia que se produce en un contexto atravesado por una aguda crisis de legitimación del poder. Al mismo tiempo esa fiebre legisladora se utiliza como excusa para extender el manto del silencio sobre el problema de las violencias policiales. Sirve para borrar la evidencia de que la violencia nunca es unilateral. Sin embargo, no se puede entender ni interpretar la violencia en las calles y obviar sistemáticamente la brutalidad policial. La violencia nos remite habitualmente a una dinámica de escalada.

Ha sido especialmente censurada la pretensión de esa normativa de aumentar las facultades de los prefectos.

Esta ley refleja una evolución preocupante en lo que concierne a las libertades públicas y al estado de derecho en general. Y eso es particularmente claro en una disposición de la ley, finalmente censurada por el Consejo Constitucional, que dejaba en manos de los prefectos la potestad de impedir a determinadas personas ejercer el derecho de manifestación. Aun descartando, de momento, ese propósito inicial, la medida traduce una tendencia bastante preocupante: se consagra una pretensión de aumentar las medidas administrativas como forma de gestión de la contestación y de la violencia.

Entre 2003 y 2015 Francia se dotó de una docena de leyes anti terroristas. ¿Guarda relación la norma de orden público de la que hablamos con esa dimensión securitaria mayor?

Efectivamente, algunas medidas administrativas como las apuntadas existían de modo precedente aunque se circunscribían al cuadro legal antiterrorista. Hablamos de las expulsiones de territorio, de las asignaciones de residencia en el caso de extranjeros, pero también de geolocalizaciones y otras formas de seguimiento como las escuchas que podían llevarse a cabo en el contexto de esas operaciones al margen del control judicial.

El estado de urgencia (2015) amplía ese ámbito de actuación de la doctrina securitaria, que se extiende hacia más y más segmentos de la población.

En el contexto del estado de urgencia hubo cerca de 4.500 registros administrativos y 750 asignaciones a residencia. Evidentemente esas medidas no se limitaron a la violencia política yihadista. Militantes contra la nueva reforma laboral o activistas que querían incidir en la conferencia climática COP21 se vieron igualmente concernidos. Por tanto, sí, se puede trazar una genealogía de ese aumento de las medidas administrativas como modo de gestionar el orden público y afrontar la contestación.

Por más que el Consejo Constitucional haya censurado parte de la ley, ¿quedan daños en términos democráticos?

Hay que ir más allá de la ley de abril de 2019, ya que esta se inscribe en un movimiento político más general. Desde mediados de la década de los 90 se han votado, como usted señalaba antes, decenas de leyes relativas a la seguridad. Esas leyes se han traducido de dos formas que se reflejan bastante bien en esta ley. Por una parte, se ha producido un endurecimiento penal sin precedentes, con la penalización de comportamientos que antes no se perseguían y con una reducción constante de las garantías que amparan a las personas detenidas. Y en segundo lugar, se ha impuesto la decisión de dar tratamiento administrativo a lo que antes era del dominio judicial. Es decir, se ha puesto en manos de la autoridad administrativa, ya sean los prefectos ya sean los servicios de Inteligencia, lo que antes pasaba por las manos de un juez. Ese cambio tiene importantes implicaciones.

Normalmente, en democracia, un juez debe administrar la prueba para determinar si una persona ha tenido un comportamiento susceptible de ser castigado, en el marco de un proceso en el que por definición se da una confrontación de puntos de vista y en el que esa persona puede defenderse.

El cambio más significativo que se deriva de esta concesión de mayor poder a los procedimientos administrativos es que se pasa, por así decirlo, de la lógica de la prueba a la de la sospecha. Es decir, una persona puede ser neutralizada por la mera sospecha de que haya podido cometer un acto determinado.

Es tanto como pasar de la presunción de inocencia a la sospecha preventiva. Esta forma de actuar, con no ser nueva, es muy preocupante porque abre directamente la puerta a una suerte de despotismo administrativo que, como se puede ver, tiende a extenderse más y más, y deja tras de sí el consiguiente reguero de injusticias y abusos.

No se percibe una denuncia, ni política ni social, o no al menos a la altura de la gravedad del problema que señala. ¿Hay que deducir que la sociedad ya ha despejado ese dilema entre libertad y seguridad?

El debate libertad-seguridad es en realidad un falso debate. Incluso cuando la cuestión se plantea de diferentes formas y en ocasiones distintas esos dos conceptos no aparecen en oposición. Como ya advertía Benjamín Franklin «un pueblo dispuesto a sacrificar un poco de su libertad para obtener un poco más de seguridad no se merece ni la una ni la otra y termina por perder las dos».

A mi modo de ver la magnificación de la cuestión securitaria es inseparable de la fuerte crisis de legitimidad de las democracias liberales contemporáneas. Eso se traduce en formas múltiples de contestación, sean electorales, políticas o sociales.

La crisis de los «chalecos amarillos» quedaría enmarcada en esa esfera del cuestionamiento del poder.

El movimiento de los «chalecos amarillos» traduce de forma tangible esa desconfianza hacia las élites dirigentes. Y muestra la tentación de los dirigentes de endurecer la represión para hacer frente a la contestación.

¿Cuál fue la respuesta del Gobierno español al 15M? La llamada «Ley Mordaza», cuya ambición es impedir que se repita esa acción colectiva. ¿Cuál es la versión del homólogo francés? La «Loi anti-casseurs» y junto a esa nueva norma un despliegue de violencias policiales inéditas en este país.

¿La acción policial en las «banlieue» no sirve de precedente ?

No hay precedentes en cuanto a la dimensión cuantitativa y cualitativa de esta violencia. Lo ocurrido en estos meses no tiene parangón desde la guerra de Argelia. Eso mismo prueba que no estamos ante comportamientos de unos cuantos funcionarios que se han desviado de sus funciones sino de fenómenos que gozan de la cobertura de los principales dirigentes políticos.

¿Cual es su reflexión sobre el papel jugado por los medios de información durante la crisis?

No hace tanto los periodistas se quejaban de que no podían hacer su trabajo en las banlieue, pero es que en esos barrios no querían saber nada de los periodistas a la vista de la distorsión que generaban los medios sobre su realidad. Eso mismo ha ocurrido con las protestas de los «chalecos amarillo».

Los medios se asocian a la construcción de una determinada representación de la realidad y eso genera un rechazo evidente. Lo que no obvia para denunciar que existe, al tiempo, una estrategia de coacción hacia periodistas y medios que ejercen su labor de forma contestataria.

 

«En Alemania han explorado otras vías»

Cuando hay decenas de personas mutiladas, heridas, ¿no genera consternación que ciertos sindicatos policiales adviertan de que no aceptarán que se amoneste a los agentes implicados en la represión de manifestaciones?

Particularmente creo que la Justicia es generalmente muy clemente a la hora de reprimir la violencia policial ilegítima. Ese es un primer hecho a destacar. Con todo, creo que no van a poder evitar que haya acciones judiciales, pese a lo cual queda pendiente la cuestión democrática de fondo, un debate que afecta también a la Policía.

A la vista de la experiencia, ¿hay referencias que puedan ser más validas cara a la gestión de las protestas?

El sistema alemán de mediación y desescalamiento de las manifestaciones es interesante. En todo caso, el sistema francés ha mostrado todos sus límites. Ello se debe a factores diversos: la presión política, la creciente autonomía de que gozan las fuerzas policiales como resultado de veinte años de políticas securitarias, y también del despliegue de determinadas unidades, acostumbradas a actuar en los barrios populares (banlieue) , con estrategias muy ofensivas y en muchos casos brutales. Creo que las autoridades han medido mal las consecuencias y eso, cuando al menos desde Max Weber sabemos que el grado de autoridad es proporcional a la legitimidad que conceden a la misma aquellos sobre los que se ejerce ese poder. A.AIZPURU-M.UBIRIA