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La siguiente oportunidad

[Crítica: ‘Patrick’]

Victor Esquirol

Si el otro día me referí a ‘Zeroville’, de James Franco, como «la» película de la 67ª edición de Zinemaldia (porque creí y, de hecho, sigo creyendo que nada ni nadie podrá igualar este año en Donostia todo el material propuesto por ese enfant terrible fumeta), hoy tengo que inclinarme ante la contundencia con la que ‘Patrick’ (película a Concurso, esta sí, dirigida por Gonçalo Waddington) ha logrado captar el espíritu de esa Sección Oficial con la que venimos enfrentándonos estos últimos días.

La historia (del film) está dividida en dos partes, y en el balance final, el peso (y el impacto) de cada una de ellas es tan desigual, que a la fuerza nos invita todo a la frustración más insoportable: a la impotencia, vaya. Más o menos como lo que viene siendo este certamen. Empieza todo (en la ficción, digo) en Francia. Ahí, un joven de apenas veinte años parece estar sometiéndose a un tratamiento de belleza. La apertura es un plano secuencia que es puro culto al cuerpo. La cámara nos lleva de la toma general a la más detallada, y ahí, las imágenes y el sonido empiezan a hacernos viajar.

Al principio, tenemos tiempo para situarnos en un espacio donde sentirnos intrigados e inquietos; justo después, los brazos, la cara, los pies, el ombligo... la piel de quien se descubrirá como protagonista de esta función, emprenden también su particular misión: la de sugerir. Pero todos estos frentes se callan cuando el chico, de nombre Patrick (claro), decide abrir los ojos. El director y guionista, que evidentemente está al tanto de todo, decide devolverle la mirada, y entonces, y solo entonces, se produce ese flechazo que siempre esperamos cuando entramos en una sala de cine, y que a lo mejor, y solo a lo mejor, puede desembocar en el más perdido de los enamoramientos.

De repente, la música que se intuye a través de los cascos que el chaval lleva puestos, invade el escenario y, de paso, el patio de butacas. En un abrir y cerrar de ojos, estamos en una discoteca, y nuestro corazón late al ritmo frenético marcado por un sistema de sonido que amenaza con reventar nuestros tímpanos. Y siguen aumentando nuestras pulsaciones por minuto, e intercambiamos miradas con nuestros respectivos compañeros de butaca, y asentimos... ante la posibilidad de que esta vaya a ser, por fin, esa película que consiga hacernos volar (esa experiencia casi-religiosa que, por otra parte, debe exigirse siempre en certámenes de esta envergadura).

Pero no, una vez más (y ya van...), Zinemaldia se las ingenia para que el coitus interruptus cristalice en la pantalla. Cuando la intensidad a la que nos estaba sometiendo Gonçalo Waddington pedía a gritos un tiempo muerto, este nos lo concede (cuidado con lo que deseas...) en forma de giro argumental que no se podía ver venir. Cuando hemos querido darnos cuenta, ya estamos en Portugal, país en el que rigen otras reglas del juego. Ahí, ‘Patrick’, que ya no sabemos ni como se llama, se descubre como una película esponja.

Si antes corríamos el riesgo de ser infectados (en el mejor de los sentidos) con la vitalidad de la juventud (a fuerza de portentosas pulsiones auto-destructivas), ahora Waddington amenaza con sumirnos en la depresiva enfermedad que se ha cebado con prácticamente cada película de este Zinemaldia. Me refiero, por supuesto, a esa modorra que todo lo adormece. En la nación lusa, una tristeza de espíritu se apodera de un conjunto que ahora sí que parece que no sabe dónde mirar, por mucho que la poderosa presencia del protagonista Hugo Fernandes se empeñe en intentar demostrar lo contrario.

Mientras, nuestra memoria cinéfila intenta mantenernos a flote invocando el recuerdo tanto de ‘La propera pell’, de Isaki Lacuesta e Isa Campo, como de ‘El impostor’, de Bart Layton. Pero es en vano, de nada sirve. Esta Concha de Oro sigue cobrándose víctimas: es insaciable. El estiloso ejercicio de intriga levantado, casi por generación espontánea, a lo largo de las primeras escenas, se va disolviendo. Gonçalo Waddington decide intercambiar el misterio por un estudio de personaje con el telón de fondo de un drama (o dramón) familiar.

Con esta nueva configuración, el tiempo se dilata, y todo lo que sucede entre revelaciones (o simplemente entre gestos mínimamente reveladores) se queda en la nada. Antes pensábamos que no íbamos a dar abasto, de tanto apuntar detalles potencialmente reveladores; ahora solo queda suspirar ante lo apetecible de la gastronomía y paisajística portuguesa. Así de bonito y, a fin de cuentas, insustancial. Así de desesperante, cuando la película decide fallar por última vez en un final tan poco meditado que echa por tierra casi todas turbadoras preguntas, que por el camino, había ido planteando con respecto a todo lo que arrastramos a medida que vamos convirtiéndonos en el monstruo que ahora somos. Qué lástima.